viernes, 13 de julio de 2012

El espacio de lo público, el orden y la justicia. La Sociedad, caso México (1857-1867)



Alejandra López Camacho

El lenguaje no es una realidad separable de las realidades sociales, un elenco de instrumentos neutros y atemporales del que se puede disponer a voluntad, sino una parte esencial de la realidad humana y, como ella cambiante. Los imaginarios y las representaciones colectivas a los que el lenguaje remite son parte tan esencial de la realidad como las formas de propiedad o los flujos comerciales; o mejor dicho, éstos son inseparables de aquellos: de las maneras de concebir el hombre y la colectividad, de las nociones comunes sobre lo que es legítimo o no, de los bienes que se estiman superiores...(Guerra y Lempérière, 1998: 8)

La Sociedad, periódico político y literario de la segunda mitad del siglo XIX, evidencia la importancia que tuvo concretar los significados tan amplios que involucraban los términos: público, orden y justicia.[1] A decir de este periódico, el problema de la legitimidad política de México, radicaba en la falta de concordancia entre conceptos y significados, la teoría y la práctica, las ideas y lo que constituía la realidad política. Se trataba del vacío provocado por las nuevas interpretaciones de los conceptos de la política moderna y la quiebra en las tradicionales interpretaciones de los mismos. Esta quiebra provocó un desorden público, finalmente lo que se debatía e intentaba modificar era una visión de los conceptos legados por el orden virreinal y otra donde interviene el nuevo orden de cosas.

"¿Qué orden es este en el cual todo el poder de la acción sobre la sociedad está en manos de los hombres que causan el trastorno y el mal, y en el que viene a ser impotente la acción de las leyes para resguardar los intereses públicos y hacer efectivas las garantías de los ciudadanos?" (Sánchez, 1858c: 1)

Es decir, en este periodo de construcción de un nuevo orden de cosas, el espacio de lo público o el espacio de todas las clases sociales, de acuerdo al punto de vista de este grupo conservador, no hallaba estabilidad política ni social debido al sentido confuso de lo que se proyectaba hacer o construir en los gobiernos y esto fundamentalmente era consecuencia de la falta de claridad de los conceptos utilizados para hacer política y la realidad que se atravesaba. Para 1858, los periodistas de La Sociedad opinaban que México había pasado por varias etapas de cambio político y éstas indudablemente habían afectado las formas de vida y en ese transcurrir de cambios, la sociedad mexicana había enfermado al punto que el orden y la justicia ya no se entendían. Primero porque las nuevas legislaciones se habían apartado del reconocimiento de la Divina Providencia; y segundo, porque las instituciones políticas que habían regido a la República, habían destruido los principios que sostienen la paz, donde interviene la moral.
Cabe señalar que en un periodo de vaivén político como lo fue la segunda mitad del siglo XIX, la aclaración, justificación y definición de las palabras e ideas resulta compleja si tenemos en cuenta que el léxico utilizado por los grupos políticos para discutir, hacer política, definir a un partido y escribir en un periódico, cambiaba al ritmo que mudaban los grupos políticos en el poder. En ese sentido cabe advertir que los conceptos de la época están influenciados por ideas, creencias y corrientes políticas: liberales, conservadoras, democráticas, federalistas, centralistas, progresistas y moderadas. bien es complejo entender la historia política del siglo XIX mexicano por los frecuentes cambios en los sistemas de gobierno, en las legislaciones y en las personas que ocupaban el poder, más complicado resulta analizar el léxico utilizado por la gente del ambiente ilustrado que leía, escribía, participaba en la política, debatía y discutía en torno del porvenir de México. En ese contexto, cuestiones cotidianas como fueron las comunicaciones escritas de un diario adquieren suma importancia para la historia de las ideas políticas.
Jaime del Arenal Fenochio sostiene que ésta fue una época de transición, entre el Antiguo Régimen y la época moderna, entre el poder detentado por el rey que impartía justicia en forma plural y una ley que se volvió instrumento de control social (Arenal, 1999: 308). Y en esto es importante enfatizar la jerarquía que los conservadores le dieron a su doctrina política, frente al liberalismo, porque ahí está presente la idea de un Poder Divino y la idea de un poder que determina el actuar del hombre en sociedad. Tarea de los periodistas fue interpretar y hacerle ver al público lector el significado de lo bueno y lo malo, el deber ser en sociedad y lo contrario. Ya no se trataba de un rey que impartía justicia en forma plural, sino del poder exclusivo de unas leyes humanas que pretendían imponerse sobre una sociedad que abarcaba a todos por igual y en forma general. Pero al imponerse la ley humana sobre la ley divina, el grupo conservador que integraba La Sociedad percibía una violación a la supremacía de la Divina Providencia que determinaba con unas leyes, los castigos y perdones hacia los hombres.[2] 
A decir de Annick Lempérière, durante el Antiguo Régimen, la relación entre la ley divina y la ley humana fue parte del ordenamiento jurídico, parte de las leyes reales, “de los fueros de toda índole y los usos y costumbres de los pueblos”(Lempérière, 1999: 38). En el periódico La Sociedad, esa relación constituía el orden religioso, el orden político y el orden social. Representaba además los principios de la vida en sociedad, la justicia, las reglas que guiaban a los hombres en sociedad y el buen entendimiento entre las creencias religiosas y los actos de quienes personifican la autoridad. En consecuencia la ley fue una norma, pero dentro de los principios conservadores registrados en La Sociedad, involucró ciertas contradicciones y ambigüedades teóricas, entre el paso a un sistema constitucional y la recuperación de ciertas formas de vida donde intervienen las costumbres, la moral, las tradiciones, la religión y la ley natural o la ley que tiene relación con la naturaleza de una sociedad, con la razón y el saber universal donde interviene la Providencia Divina. La ley debía ser orden y justicia, pero también observancia de las prácticas de vida. Vemos así que tan importante fue la presencia de Dios en los actos humanos y en la esfera de lo social, como elemental constituyó la elaboración de legislaciones que trazaran el porvenir de México bajo el orden y la justicia.

El siglo XIX mexicano es un siglo de luchas políticas, culturales e ideológicas, un periodo de cambios y permanencias, un espacio de contradicciones y adaptaciones. Y, se considera, si los hombres requieren de leyes para funcionar en armonía y si de éstas depende el orden y la justicia, preciso es planear esas leyes en función de las necesidades de la mayoría. Todo se complica cuando las leyes se elaboran en función de los requerimientos de un grupo y cuando en éstas se involucra el gobierno de Dios con el gobierno de los hombres, las creencias religiosas y la vida laica. Y en tiempos de reformas y permanencias como lo fue el siglo XIX, cada partido político pretendió maquinar las leyes en función de sus ideas, de sus intereses, de sus creencias y de lo que en determinado momento consideró justo y ordenado.
Los hombres del Antiguo Régimen hispanoamericano, sostiene Lempérière, utilizaban abundantemente el concepto “público” y lo asociaban a la noción de gobierno, el cual estaba dotado de una finalidad: la “utilidad pública”, el “bien común”, el “bienestar colectivo”. Cuando se hablaba de “público”, dice Lempérière, “se hablaba de los habitantes de una ciudad, de un pueblo o de una provincia específica; se decía “los pueblos” siempre y cuando se quería aludir a un conjunto territorial más extenso”(Lempérière, 1999: 38).  Lo público “era lo que pertenecía al pueblo, no lo que pertenecía a la Corona...” (Lempérière, 1999: 38). De ahí que lo “público” apuntara a los espacios que eran de acceso común, pero no a los asuntos relativos al rey, siendo que el rey era el único personaje por todos supuesto o conocido. Sin embargo lo público, “formaba parte de una trilogía sagrada: Dios, el Rey, el Público”(Lempérière, 1998b: 54).
Lo “público” reconocía además, las cosas de los hombres que eran del común. Reconocía al gobierno y a la utilidad pública de una ciudad o un pueblo, pero no a la libertad de imprenta, por ejemplo, en el sentido de “discusión libre y pública de diferentes puntos de vista” (Guerra, 1999: 54). El rey sin embargo sí disponía de esa libertad, tanto como de la libertad de “modificar o suprimir los fueros. El rey podía hacer nuevas leyes y cancelar las instauradas por sus antepasados; esta facultad encontraba su origen y su legitimación en la naturaleza del oficio del rey, instituido por Dios: el Príncipe era, según las Partidas, Vicario de Dios en el Imperio”.(Lempérière, 1999: 38).
Fernando VII
No obstante, a pesar de que en el Antiguo Régimen “el rey vive en público, impenetrable, dueño de sí mismo y del reino” (Castán, 1985:30), éste sólo abarcaba una esfera especial. Y es que el rey, “no monopolizaba ni la producción del derecho, ni las jurisdicciones, ni el mantenimiento del orden público, ni siquiera la defensa de los territorios de la monarquía, ya que las ciudades eran las encargadas de asegurar la suya con sus cuerpos de milicianos” (Lempérière, 1999: 46). Esto quiere decir que lo “público”, al margen de ser parte de los hombres que eran del común, adquiría el carácter de “particular”, que no de “privado”, al referirse a los territorios de la monarquía.[3] Lo público remitía a los residentes o pobladores de un determinado grupo y lo “particular” a las características o peculiaridades de cada lugar, que no a la individualidad. Y en ese particular interviene el reparto de orden y justicia, aunque no la elaboración de leyes.


        Lo público en consecuencia no sugería la totalidad o generalidad. En primer lugar porque el rey, pese a ser una autoridad de todos conocida o supuesta, no era parte de ese “general”, de ese acceso común. En segundo porque dentro de lo público existía una especificidad y referencia de cada corporación. Así el orden y la justicia dependían de los diversos particulares, mientras que la ley obedecía a las ordenanzas del rey.
        Cabe señalar que en el Antiguo Régimen lo “público” también abrazaba la conexión religión-gobierno. Esta conexión legitimaba la existencia y obediencia a una autoridad, pero legitimaba además las acciones de los hombres que vivían en sociedad. Así la “ley”, el “orden” y la “justicia” permanecían ligados a factores divinos y humanos. Correspondencia que ya desde mediados del siglo XVIII había entrado en conflicto con las reformas borbónicas que intentaron reducir el poder del clero e introducir una filosofía moderna con ideas ilustradas. Entonces se enfrentaron leyes civiles y religiosas y desde ese momento, dice Lempériére, la sociedad estuvo rebelde al sólo imperio de la ley y estuvo siempre “dispuesta a sublevarse o a pronunciarse para defender sus derechos colectivos, su religión y sus costumbres” (Lempérière, 1999: 53-54). Sin embargo, apunta Lempériére, con la independencia y en específico, con la llegada de las ideas liberales, se dio cabida al individualismo y al establecimiento de un estilo de vida donde la ley abarcó a “todos” por igual. Entonces leyes civiles y religiosas enfrentaron un lento proceso de separación que había arrancado con los Borbones y que desde luego abarcó las costumbres y creencias del público.

Jaime del Arenal Fenochio sostiene que en el siglo XIX apareció una nueva definición de “público”, en sentido de generalidad, de todos por igual y ésta fue “llevada a cabo por el poder político y a través de la ley” (Arenal, 1999: 306). Antes del siglo XIX, dice del Arenal, existía un “pluralismo jurídico” que abarcaba una serie de fuentes y ordenanzas que obedecían sobre todo a explicaciones razonables o prácticas de vida. Sin embargo, durante el siglo XIX se suscitó una lucha en torno al establecimiento de una legislación que abarcara a todos los hombres por igual, afirma del Arenal. Entonces se dio paso al “absolutismo jurídico” que trataría de destruir aquel pluralismo jurídico[4] y donde la ley controló todos los espacios de los hombres.
A partir esa irrupción de la ley en las formas de vida se dio paso a una nueva definición de “público”. Desde ese momento nada se le escapó a la “ley”. Entonces lo público ya no sería exclusivamente lo administrativo, sino todo aquello que fuera reglamentado por la ley. Lo “público” en tal caso sería lo conocido por todos, lo que estuviera a la vista o al alcance de todos, mientras que lo privado quedaría enfocado a lo individual, a la particularidad de cada persona, a la familia, a la casa, al hogar.
La justicia así, sostiene del Arenal, sería “entendida como la correcta aplicación de la ley del Estado y determinada en exclusiva por los órganos judiciales establecidos por el propio Estado”(Arenal, 1999: 306). En ese momento la ley se transformó en un instrumento de control social. Entonces desaparecerían esa serie de particulares que impartían orden y justicia en su corporación. En consecuencia el orden y la justicia quedaron a cargo de la ley, pero de una ley desprendida de la religión y de la corporación. Una ley que destruiría aquella autonomía que disponía cada comunidad y que pondría a los hombres al servicio de la ley. Y a juicio del Arenal, esa modernidad jurídica, esa “-supremacía legislativa, constitucionalismo y codificación- acabaron con la pluralidad de ordenamiento jurídico y al hacerlo con el propio derecho privado...” (Arenal, 1999: 310).
En La Sociedad, la ley o la autoridad de una ley, dependía del poder de las costumbres o de las formas de vida arrastradas del Antiguo Régimen. Aunque también dependía de las creencias religiosas y de la moral que esta imponía. A partir de ahí el buen ejercicio de la justicia quedaba sujeto del poder de unas leyes emanadas de la Providencia Divina y del poder de unas leyes humanas. Ambas consideraban el bien público y el bien común. En consecuencia la justicia quedaba entendida, en sus diferentes funciones, como la “distribuidora de las recompensas y de los castigos, y como mantenedora de la moral pública y de la equidad social” (Sánchez, 1858c: 1).
Lo público por otra parte mantuvo estrecha relación con el bien común, con la utilidad pública, con los espacios que eran del común y sobre todo con la relación religión-gobierno, interpretación que tiene relación con lo apuntado por Lempérière. Sin embargo, durante este periodo, uno de los problemas a los que se enfrentó este grupo conservador y que menciona Del Arenal fue precisamente la transición de un término que de ser utilidad pública, bien común y pluralismo jurídico, adquirió una significación que abarcaría la igualdad, el individualismo y leyes iguales para todos, entre otras cosas. Así lo “público”, lo que tenía relación con el “sentimiento público”, permaneció en unidad con la noción de “clase social”, de “propiedad” y de “equidad”. Cuestión que se evidencia a partir de la crítica que hacen los periodistas hacia las políticas que sus opuestos políticos pretendían destruir. Tal es el caso de los privilegios, las distinciones y los bienes de la Iglesia, que al trastocarse, se trastocaban los principios que sostienen a una sociedad.

El más iluso y obstinado vuelva por un momento la vista a lo que está pasando entre nosotros, y díganos de buena fe, ¿cuál sistema político sostienen los que se llaman defensores de la libertad y de los derechos del pueblo? “Derroquemos la tiranía, gritan sin cesar; la ley nos rija y no la voluntad de un déspota; distinciones y privilegios todo acabe; libertad e igualdad sea nuestra divisa.” Y cuando estos principios proclaman, y con tales gritos asordan el viento, ¿qué conducta siguen, cuáles son sus obras, y qué leyes ponen en práctica? ¡El sacrilegio y el estupro, el incendio y el robo, el vandalismo y la prostitución! Para corregir los abusos que a toda hora echan en cara a los ministros de la Iglesia, y restablecer, según dicen, el Evangelio en su justa observancia, se apoderan de los bienes sagrados, hacen de ella su patrimonio, y los consumen en su lujo y en sus placeres; profanan el templo de Dios, despojan su santuario, y escarnecen el culto divino; para predicar la castidad y enaltecerla, para censurar el robo, entran a saco los pueblos profanado a las vírgenes, y se entregan a la crápula más inmunda; por último, para eternizar el imperio de la ley y acabar con las distinciones y privilegios, cada uno de esos patriarcas de la libertad se convierte en tirano, se da fueros y altisonantes nombres, arroja a puntapiés al pobre que mendiga su amparo, y a una mirada suya quieren tiemblen y se humillen todos (Sánchez, 1858c: 1).


El orden público a su vez permaneció ligado al orden justo y a la capacidad de ejercer justicia de acuerdo a cada clase social. “Este orden, en el cual cada uno ocupa el lugar que legítimamente le corresponde; en que todos cumplen con sus deberes respectivos, y contribuyen, según su clase, sus recursos, sus talentos y sus servicios al sostén y seguridad del Estado” (Sánchez, 1858c: 1). Así se hablará de un sentimiento público que tiene relación con “todas las clases, desde las más suntuosamente acomodadas hasta las más indigentes” (Sánchez, 1858b: 1), pero también de leyes que deben resguardar los intereses de esas clases sociales que pueden alabar o criticar a un gobierno y a unas leyes. Así, en ese “sentimiento público” intervenía la clase alta: la poseedora, propietaria e ilustrada y la clase pobre: la que no tenía propiedad, la que vivía de su trabajo y la que requería de los ilustrados para su instrucción política y social. Es decir, lo “público” abarcaba el regreso al pluralismo jurídico, la aplicación de leyes distintas para la diferentes clases, esto es los fueros, la creación de un centro de poder, que promoviera la unidad pero que no monopolizara la producción del derecho y la jurisprudencia. Sólo así se lograría la perfecta marcha de la sociedad y sólo así se lograría establecer un gobierno que protege la propiedad y rechaza el ocio de las personas, una sociedad en la que 

...el honrado e industrioso progresa y es considerado, y en que el haragán, el intrigante y turbulento no tienen cabida; en que el malvado teme y el hombre de bien duerme tranquilo; de este orden decimos, es del que dimanan la paz y la prosperidad de la sociedad (Sánchez, 1858c: 1).

Lo “público” adquirió además la noción de acción, de hacer, de saber, de opinar, de formar, de razonar y de creer en torno de la estabilidad y fuerza de un gobierno, donde interviene la Providencia Divina y las clases propietarias o acomodadas.[5] Dentro de este razonar y participar del público o la sociedad, intervenía, a principios de 1858, recapacitar, actuar y debatir en relación de las necesidades de la república. Y en esas acciones participaba el bienestar, la prosperidad pública y las enseñanzas católicas, y en estrecha relación el papel desempeñado por la ley humana. Y es aquí precisamente donde interviene la interpretación de justicia y de orden público.

El gobierno actual de México reasume todas las esperanzas y todos los votos de la nación: el es la más perfecta significación del orden y la justicia; él gira en una atmósfera de concierto y de inteligencia, capaz de remontarle hasta las regiones de la perfectibilidad social de la República. Pero es preciso no encomendarlo todo al auxilio de la Providencia; es necesario que se agiten y pongan en movimiento los auxilios de todas las clases pudientes de la sociedad (Vera, 1858: 1).

Es necesario considerar que en este periodo de la guerra civil, de la intervención francesa y del Segundo Imperio Mexicano, el vocabulario de la época reflejó ambigüedades. Primero por las legislaciones liberales que pretendían modificar violentamente el curso de la vida y por otra las tendencias políticas que buscaban la parsimonia y equidad en esos cambios, entre otras. Segundo porque a mediados de siglo XIX, ciertas interpretaciones de los conceptos provenían del Antiguo Régimen. Tercero porque las novedosas interpretaciones de los conceptos estaban revolucionando el curso de las formas de vida.
En consecuencia, hacer la ley involucró los valores y la moral católica, los hábitos y las costumbres del pueblo representado. Implicó “la virtud, la fe, la inteligencia, el respeto, la razón, la actividad, la energía, la prudencia, el progreso moral de los pueblos; el bien posible de todas las clases; la paz y el mejor bienestar de todos los individuos” (Vera, 1858: 1). Sin embargo, el “orden público”, afirmaron los periodistas, tenía su origen en la solidez y filosofía de las instituciones, en la ética, conducta e integridad de los organismos que sostienen una sociedad, un gobierno, un Estado. Tenía origen además, en la moralidad de las costumbres y en la justicia recta e imparcial de los gobiernos. Sólo bajo la concepción de ese orden,

en el cual cada uno ocupa el lugar que legítimamente le corresponde; en que todos cumplen con sus deberes respectivos, y contribuyen, según su clase, sus recursos, sus talentos y sus servicios al sostén y seguridad del Estado; en que el honrado e industrioso progresa y es considerado, y en que el haragán, el intrigante y turbulento no tienen cabida; en que el malvado teme y el hombre de bien duerme tranquilo; de este orden decimos, es del que dimanan la paz y la prosperidad de la sociedad (Sánchez, 1858c: 1).

De este modo, en ese orden público entraría la armonía entre los intereses y los deberes recíprocos, entre la concordancia perfecta del movimiento de la masa social y la acción reguladora de las leyes. Así la ley, el orden y la justicia quedarían convenientemente ligados. Sin ley no había orden, sin orden no había justicia, sin justicia no había equidad y sin equidad menos existía legitimidad y sin legitimidad no existía credibilidad en los gobiernos y en su autoridad. La falta de “orden público” iniciaba con el relajamiento de las leyes, con las influencias maléficas y bastardas que predominaban sobre los intereses de la justicia y la paz del Estado, con los hombres de menos valer y menos mérito que obtenían los cargos más honoríficos y lucrativos y con las especulaciones inmorales y ruinosas que asolaban la riqueza pública y destruían todos los giros honestos y productivos (Sánchez, 1858c: 1). Con el trastocar del “orden”, se caía en el abandono de los derechos civiles y en la inseguridad común.

Cuando se ve palpablemente que todas las ventajas de la posición están de parte de los que atropellan la justicia, de los que perturban la paz pública e introducen la inmoralidad y el desconcierto en la sociedad; que ellos se enriquecen por medio de manejos sórdidos e infames, que satisfacen en sus pasiones y que comenten toda clase de desafueros, seguros siempre de la impunidad; cuando se ve que la espada de las leyes queda casi siempre embotada e inerte ante esos grandes criminales, revestidos de carácter político, y que entretanto los hombres honrados y pacíficos, los que se dedican a obtener su subsistencia y a mejorar de fortuna por medios legítimos y honestos, no encuentran protección ni abrigo, sino antes bien están siempre expuestos a ser las primeras víctimas del desorden y de la audacia de los perversos; que los que han servido lealmente al Estado sacrificando lo más florido de su existencia, permanecen olvidados y oscurecidos, y que de nada sirven sus méritos, de nada una conducta acrisolada por los sufrimientos, pues para ellos no llega nunca el día de la reparación y de la justicia; cuando se ve todo esto y lo demás que sería largo enumerar, pero que está bien a la vista de cuantos observan atentamente la situación moral y civil del país, no podrá decirse que el orden público existe, ni que haya esperanzas fundadas de que se establezca, pues que para esto es necesario remover antes todas las causas producentes del desorden y del mal, y entrar por la vía recta de la justicia y de la moralidad (Sánchez, 1858c: 1).

En base a lo anterior, se considera que la composición de la sociedad bajo el establecimiento del verdadero “orden público”, quedó sujeta a la legalidad con que cada hombre ocupara su lugar correspondiente, con que cada hombre cumpliera con sus deberes respectivos y contribuyera al sostenimiento y seguridad del Estado. Supuestos estos requisitos en los cuales los “hombres de bien” estarían protegidos por la ley, el cuerpo social o los diferentes miembros que hacían a la sociedad quedarían establecidos de la siguiente forma. En primer lugar estaría el hombre industrioso y honrado, es decir, todos aquellos que disponían de propiedades, ilustración, moral y que eran católicos y pertenecían a lo que entonces los periodistas definían como clase alta. Dentro de este grupo también ingresarían los hombres pacíficos que se dedican a obtener su subsistencia y mejora de su fortuna por medios legítimos y honestos. En el segundo grupo estaría el pueblo, es decir, la clase baja, el resto de la población que no poseía fortuna ni propiedades. Dentro de esa particular composición quedarían fuera: el hombre intrigante y turbulento, el malvado, perverso e inmoral. En otras palabras, los opuestos políticos de los conservadores que integraban la publicación y que se revestían de carácter político. Es decir, dentro de esa organización social se le daría prioridad a la riqueza, a la propiedad territorial y a la ilustración.
Sin duda los editoriales exhiben un periodo en construcción política, un periodo en el que los hombres productivos y los que ayudarán a la riqueza pública, ocuparían los cargos más honoríficos y lucrativos. Dentro de ese proyecto de sociedad existiría además el aseguramiento de la propiedad en lo futuro y para ello prevalecería la unión entre el estado eclesiástico y el estado civil en sus diferentes clases y divisiones (Vera, 1858: 1).

A manera de conclusión

La Sociedad es clara muestra de los debates existentes en torno de la definición, aclaración, información y justificación de los términos utilizados para hacer política. Ahí está presente la lucha por la significación de las palabras. La proclamación de las diferentes legislaciones liberales como la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma alteraron el significado de las palabras utilizadas para hacer política, menester de los periodistas conservadores que integraban La Sociedad, fue imponer o en su caso rescatar, una significación de las palabras que asegurara la congruencia con sus intereses y con los hábitos y costumbres de los mexicanos. Es decir, se trataba de restaurar aquellos principios “que sirven de cimiento a la sociedad” (Vera, 1857: 1) y que, a decir de esta publicación, la democracia destruía, como la unidad religiosa, el principio de autoridad, la moral y la unidad entre potestades civil y eclesiástica y entre leyes divinas y humanas.
Desde 1857 los periodistas consideraron que los partidos que alternativamente habían dominado la política, habían manipulado los conceptos y al hacerlo les habían otorgado una significación falsa. Así habían jugado con la credulidad e ignorancia de la gente y habían alterado el sentido de los conceptos en su significación tradicional, es decir, la significación legada por un orden anterior, por el orden virreinal. Esto provocó, según La Sociedad, una desestabilización del lenguaje utilizado para hacer política, fundamentalmente porque estas significaciones acarreaban los cambios violentos, la anarquía y el desorden, afectando no solo el vocabulario, sino a la vida diaria. De ahí que si miramos el discurso periodístico de la segunda mitad del siglo XIX de tendencia conservadora, hemos de encontrarnos con un discurso que sobre todo intenta salvar las significaciones de las palabras en lo que se consideraba una acepción anterior, una significación considerada legítima porque estaba ligada a “sus hábitos monárquicos o virreinales y su religión católica” (Sánchez, 1858ª: 1) De lo que se trató entonces fue de frenar la entrada de las nuevas significaciones de las palabras que intentaban modificar el curso de los acontecimientos y en ello intervienen las ideas liberales. De ahí también que para los conservadores que integraban La Sociedad, tan significativo fue aclarar los conceptos utilizados por ellos mismos, como también hacerle ver a su opuesto en el error en el asunto interpretativo. Y es ahí precisamente donde las mismas palabras adquirieren sentidos distintos según principios conservadores, liberales y moderados, entre otros. De esta forma es importante considerar las polémicas en torno de las diferentes interpretaciones de las palabras para luego establecer parámetros en las interpretaciones de las palabras de los discursos periodísticos del siglo XIX.

 Hemerografía

Sánchez, F. V. (1858a), “Reflexiones sobre los gobiernos aplicados a la República”, La
Sociedad, Núm. 12 (1p.), Imp. de Andrade y Escalante, México.
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Vera, Francisco (1857), “Segunda época de La Sociedad”, La Sociedad, Núm. 1 (1p), Imp.
de Andrade y Escalante, México.
-, (1858), “El porvenir. ¿Quién penetra en ese inmenso horizonte, en ese abismo sin fondo que se llama el porvenir?”, La Sociedad, Núm. 35 (1p.), Imp. de Andrade y Escalante, México.

Bibliografía

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Historia de la vida privada. La comunidad, el Estado y la familia, T. 6, Taurus, Madrid.
Castro, Miguel Ángel y Curiel, Guadalupe (2003), Publicaciones periódicas mexicanas del
siglo XIX: 1856-1876 (Parte I), Universidad Nacional Autónoma de México, México.
Del Arenal Fenochio, Jaime (1999), “El discurso en torno a ley: El agotamiento de lo
privado como fuente del derecho en el México del siglo XIX”, en: Connaughton, Brian, Illades, Carlos y Pérez Toledo, Sonia (Coordinadores). Construcción de la legitimidad política en México, El Colegio de Michoacán, Universidad Autónoma Metropolitana, Universidad Nacional Autónoma de México, El Colegio de México, México.
Guerra, Francisco-Xavier (1999), “El soberano y su reino”, ver: Sabato Hilda (coord.),
Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, Fondo de Cultura Económica, México.
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Price, Vincent (1994), La opinión pública. Esfera pública y comunicación, Paidos Ibérica,
España.


[1] La Sociedad fue una publicación conservadora de la ciudad de México que apareció por primera vez el primero de diciembre de 1855, tres meses después de finalizar la Revolución de Ayutla y posterior a la expedición de la Ley Juárez del 23 noviembre de 1855. En su primera etapa desapareció el 8 de agosto de 1856 y reapareció el 26 de diciembre de 1857, del 17 al 21 de enero de 1858 Ignacio Comonfort volvió a prohibir su aparición. Durante la guerra de Tres Años nuevamente cesó sus trabajos el 24 de diciembre de 1860, por la entrada de las tropas liberales a la ciudad de México y reinició labores el 10 de junio de 1863, al arribo del Ejército francés. Del 12 al 20 de junio de 1863, nuevamente suspendió labores, para después reaparecer y continuar hasta el 13 de julio de 1866, cuando avisó que dejaría de publicarse por un mes. El 14 de julio de 1866 nuevamente cesó sus trabajos y los reinició el día 31 hasta el 31 de marzo de 1867. En La Sociedad participaron, además de los trabajadores cuyos nombres no aparecen o sólo se mencionan esporádicamente como los corresponsales, los editores: Félix Ruiz, Francisco Vera Sánchez, F. Escalante y José María Roa Bárcena y los impresores: José María Andrade y Felipe Escalante y Miguel María Barroeta. Cuenta con textos de José María Esteva, Juan Nepomuceno Almonte, Manuel Orozco y Berra y del propio emperador Maximiliano I, entre otros, ver: Sánchez Mora, José Luis. Maximiliano y la prensa conservadora: el diario La Sociedad. Crónica periodística de una desilusión, junio de 1864 – mayo de 1865. México, Universidad Nacional Autónoma de México- Facultad de Filosofía y Letras, 1985, varias páginas, en: Castro, Miguel Ángel y Curiel, Guadalupe. Publicaciones periódicas mexicanas del siglo XIX: 1856-1876 (Parte I), México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2003, p. 554-556.
[2] Respecto de esta situación, Jaime del Arenal comenta: “¡Extraña y sorprendente paradoja!: el siglo XIX que quiso ser el siglo que enterrara de una vez para siempre el absolutismo político supuso el ascenso y triunfo de un nuevo absolutismo, el jurídico...” (Arenal, 1999: 308). 
[3] Respecto del término “privado”, término que empieza a distinguirse a partir de la segunda mitad del siglo XIX tal como hoy la conocemos, Vincent Price sostiene que “antes de 1830 los diccionarios franceses oponían público no a privé “privado”, sino a particulier (“particular, individual”) (Price, 1994: 21).
[4] “Educación, instrucción, beneficencia, comercio, inventiva, sexualidad, religiosidad, punición, diversión, lecturas, trabajo, propiedad, herencia, matrimonio, deudas, créditos, contratos, servidumbres, relaciones familiares, todo, absolutamente todo comienza –a veces continúa- a ser reglamentado sólo por el Estado, dando inicio a lo que Paolo Grossi con toda precisión a definido como la época del absolutismo jurídico” (Arenal, 1999: 308).
[5] En relación a esta acción y participación del público, interviene la acción de dirigir o ser maestros (caso concreto de los periodistas) de los gobiernos en turno, interviene además, la acción de los hombres que gobiernan, de los que elaboran las leyes, de los encargados de la seguridad pública, del pueblo que rechaza una constitución, de los hombres que trabajan y en fin de todo aquel que contribuye al engrandecimiento del país.