Alejandra López Camacho
El lenguaje no
es una realidad separable de las realidades sociales, un elenco de instrumentos
neutros y atemporales del que se puede disponer a voluntad, sino una parte
esencial de la realidad humana y, como ella cambiante. Los imaginarios y las
representaciones colectivas a los que el lenguaje remite son parte tan esencial
de la realidad como las formas de propiedad o los flujos comerciales; o mejor
dicho, éstos son inseparables de aquellos: de las maneras de concebir el hombre
y la colectividad, de las nociones comunes sobre lo que es legítimo o no, de
los bienes que se estiman superiores...(Guerra y Lempérière, 1998: 8)
La Sociedad, periódico
político y literario de la segunda mitad del siglo XIX, evidencia la
importancia que tuvo concretar los significados tan amplios que involucraban
los términos: público, orden y justicia.[1] A decir de este periódico, el problema de la
legitimidad política de México, radicaba en la falta de concordancia entre
conceptos y significados, la teoría y la práctica, las ideas y lo que
constituía la realidad política. Se trataba del vacío provocado por las nuevas
interpretaciones de los conceptos de la política moderna y la quiebra en las
tradicionales interpretaciones de los mismos. Esta quiebra provocó un desorden
público, finalmente lo que se debatía e intentaba modificar era una visión de
los conceptos legados por el orden virreinal y otra donde interviene el nuevo
orden de cosas.
"¿Qué orden es este en el cual todo el poder de la acción
sobre la sociedad está en manos de los hombres que causan el trastorno y el
mal, y en el que viene a ser impotente la acción de las leyes para resguardar
los intereses públicos y hacer efectivas las garantías de los ciudadanos?" (Sánchez, 1858c: 1)
Es decir, en este periodo de
construcción de un nuevo orden de cosas, el espacio de lo público o el espacio
de todas las clases sociales, de acuerdo al punto de vista de este grupo conservador,
no hallaba estabilidad política ni social debido al sentido confuso de lo que
se proyectaba hacer o construir en los gobiernos y esto fundamentalmente era
consecuencia de la falta de claridad de los conceptos utilizados para hacer
política y la realidad que se atravesaba. Para 1858, los periodistas de La
Sociedad opinaban que México había pasado por varias etapas de cambio
político y éstas indudablemente habían afectado las formas de vida y en ese
transcurrir de cambios, la sociedad mexicana había enfermado al punto que el
orden y la justicia ya no se entendían. Primero porque las nuevas legislaciones
se habían apartado del reconocimiento de la Divina Providencia; y segundo,
porque las instituciones políticas que habían regido a la República, habían
destruido los principios que sostienen la paz, donde interviene la moral.
Cabe
señalar que en un periodo de vaivén político como lo fue la segunda mitad del
siglo XIX, la aclaración, justificación y definición de las palabras e ideas
resulta compleja si tenemos en cuenta que el léxico utilizado por los grupos
políticos para discutir, hacer política, definir a un partido y escribir en un
periódico, cambiaba al ritmo que mudaban los grupos políticos en el poder. En
ese sentido cabe advertir que los conceptos de la época están influenciados por
ideas, creencias y corrientes políticas: liberales, conservadoras,
democráticas, federalistas, centralistas, progresistas y moderadas. Sí bien es complejo entender la
historia política del siglo XIX mexicano por los frecuentes
cambios en los sistemas de gobierno, en las legislaciones y en las personas que
ocupaban el poder, más complicado resulta
analizar el léxico utilizado por la gente del ambiente ilustrado que leía,
escribía, participaba en la política, debatía
y discutía en torno del porvenir de México. En ese contexto, cuestiones
cotidianas como fueron las comunicaciones
escritas de un diario adquieren
suma importancia para la historia de las ideas políticas.
Jaime
del Arenal Fenochio sostiene que ésta fue una época de transición, entre el
Antiguo Régimen y la época moderna, entre el poder detentado por el rey que
impartía justicia en forma plural y una ley que se volvió instrumento de
control social (Arenal, 1999: 308). Y en esto es importante enfatizar la
jerarquía que los conservadores le dieron a su doctrina política, frente al
liberalismo, porque ahí está presente la idea de un Poder Divino y la idea de
un poder que determina el actuar del hombre en sociedad. Tarea de los
periodistas fue interpretar y hacerle ver al público lector el significado de
lo bueno y lo malo, el deber ser en sociedad y lo contrario. Ya no se trataba
de un rey que impartía justicia en forma plural, sino del poder exclusivo de
unas leyes humanas que pretendían imponerse sobre una sociedad que abarcaba a
todos por igual y en forma general. Pero al imponerse la ley humana sobre la
ley divina, el grupo conservador que integraba La Sociedad percibía una
violación a la supremacía de la Divina Providencia que determinaba con unas
leyes, los castigos y perdones hacia los hombres.[2]
A
decir de Annick Lempérière, durante el Antiguo Régimen, la relación entre la
ley divina y la ley humana fue parte del ordenamiento jurídico, parte de las
leyes reales, “de los fueros de toda índole y los usos y costumbres de los
pueblos”(Lempérière, 1999: 38). En el periódico La Sociedad, esa relación constituía
el orden religioso, el orden político y el orden social. Representaba además
los principios de la vida en sociedad, la justicia, las reglas que guiaban a
los hombres en sociedad y el buen entendimiento entre las creencias religiosas
y los actos de quienes personifican la autoridad. En consecuencia la ley
fue una norma, pero dentro de los principios conservadores registrados en La
Sociedad, involucró ciertas contradicciones y ambigüedades teóricas, entre
el paso a un sistema constitucional y la recuperación de ciertas formas de vida
donde intervienen las costumbres, la moral, las tradiciones, la religión y la
ley natural o la ley que tiene relación con la naturaleza de una sociedad, con
la razón y el saber universal donde interviene la Providencia Divina. La ley
debía ser orden y justicia, pero también observancia de las prácticas de vida.
Vemos así que tan importante fue la presencia de Dios en los actos humanos y en
la esfera de lo social, como elemental constituyó la elaboración de
legislaciones que trazaran el porvenir de México bajo el orden y la justicia.
El
siglo XIX mexicano es un siglo de luchas políticas, culturales e ideológicas,
un periodo de cambios y permanencias, un espacio de contradicciones y
adaptaciones. Y, se considera, si los hombres requieren de leyes para funcionar
en armonía y si de éstas depende el orden y la justicia, preciso es planear
esas leyes en función de las necesidades de la mayoría. Todo se complica cuando
las leyes se elaboran en función de los requerimientos de un grupo y cuando en
éstas se involucra el gobierno de Dios con el gobierno de los hombres, las
creencias religiosas y la vida laica. Y en tiempos de reformas y permanencias
como lo fue el siglo XIX, cada partido político pretendió maquinar las leyes en
función de sus ideas, de sus intereses, de sus creencias y de lo que en
determinado momento consideró justo y ordenado.
Los hombres del Antiguo Régimen
hispanoamericano, sostiene Lempérière, utilizaban abundantemente el concepto
“público” y lo asociaban a la noción de gobierno, el cual estaba dotado de una
finalidad: la “utilidad pública”, el “bien común”, el “bienestar colectivo”.
Cuando se hablaba de “público”, dice Lempérière, “se hablaba de los habitantes
de una ciudad, de un pueblo o de una provincia específica; se decía “los
pueblos” siempre y cuando se quería aludir a un conjunto territorial más
extenso”(Lempérière, 1999: 38). Lo público
“era lo que pertenecía al pueblo, no lo que pertenecía a la Corona...”
(Lempérière, 1999: 38). De ahí que lo “público” apuntara a los espacios que
eran de acceso común, pero no a los asuntos relativos al rey, siendo que el rey
era el único personaje por todos supuesto o conocido. Sin embargo lo público,
“formaba parte de una trilogía sagrada: Dios, el Rey, el Público”(Lempérière,
1998b: 54).
Lo “público” reconocía además, las
cosas de los hombres que eran del común. Reconocía al gobierno y a la utilidad
pública de una ciudad o un pueblo, pero no a la libertad de imprenta, por
ejemplo, en el sentido de “discusión libre y pública de diferentes puntos de
vista” (Guerra, 1999: 54). El rey sin embargo sí disponía de esa libertad,
tanto como de la libertad de “modificar o suprimir los fueros. El rey podía
hacer nuevas leyes y cancelar las instauradas por sus antepasados; esta
facultad encontraba su origen y su legitimación en la naturaleza del oficio del
rey, instituido por Dios: el Príncipe era, según las Partidas, Vicario de
Dios en el Imperio”.(Lempérière, 1999: 38).
Fernando VII |
No obstante, a pesar de que en el Antiguo Régimen “el rey
vive en público, impenetrable, dueño de sí mismo y del reino” (Castán,
1985:30), éste sólo abarcaba una esfera especial. Y es que el rey, “no
monopolizaba ni la producción del derecho, ni las jurisdicciones, ni el
mantenimiento del orden público, ni siquiera la defensa de los territorios de
la monarquía, ya que las ciudades eran las encargadas de asegurar la suya con
sus cuerpos de milicianos” (Lempérière, 1999: 46). Esto quiere decir que lo “público”, al margen de ser
parte de los hombres que eran del común, adquiría el carácter de “particular”,
que no de “privado”, al referirse a los territorios de la monarquía.[3]
Lo público remitía a los residentes o pobladores de un determinado grupo y lo
“particular” a las características o peculiaridades de cada lugar, que no a la
individualidad. Y en ese particular interviene el reparto de orden y justicia,
aunque no la elaboración de leyes.
Lo público en consecuencia no sugería la totalidad o generalidad. En primer lugar porque el rey, pese a ser una autoridad de todos conocida o supuesta, no era parte de ese “general”, de ese acceso común. En segundo porque dentro de lo público existía una especificidad y referencia de cada corporación. Así el orden y la justicia dependían de los diversos particulares, mientras que la ley obedecía a las ordenanzas del rey.
Cabe señalar que en el Antiguo
Régimen lo “público” también abrazaba la conexión religión-gobierno. Esta
conexión legitimaba la existencia y obediencia a una autoridad, pero legitimaba
además las acciones de los hombres que vivían en sociedad. Así la “ley”, el
“orden” y la “justicia” permanecían ligados a factores divinos y humanos.
Correspondencia que ya desde mediados del siglo XVIII había entrado en
conflicto con las reformas borbónicas que intentaron reducir el poder del clero
e introducir una filosofía moderna con ideas ilustradas. Entonces se
enfrentaron leyes civiles y religiosas y desde ese momento, dice Lempériére, la
sociedad estuvo rebelde al sólo imperio de la ley y estuvo siempre “dispuesta a
sublevarse o a pronunciarse para defender sus
derechos colectivos, su religión y sus costumbres” (Lempérière, 1999: 53-54). Sin embargo, apunta
Lempériére, con la independencia y en específico, con la llegada de las ideas
liberales, se dio cabida al individualismo y al establecimiento de un estilo de
vida donde la ley abarcó a “todos” por igual. Entonces leyes civiles y
religiosas enfrentaron un lento proceso de separación que había arrancado con
los Borbones y que desde luego abarcó las costumbres y creencias del público.
Jaime del Arenal Fenochio sostiene que
en el siglo XIX apareció una nueva definición de “público”, en sentido de
generalidad, de todos por igual y ésta fue “llevada a cabo por el poder
político y a través de la ley” (Arenal, 1999: 306). Antes del siglo XIX, dice
del Arenal, existía un “pluralismo jurídico” que abarcaba una serie de fuentes
y ordenanzas que obedecían sobre todo a explicaciones razonables o prácticas de
vida. Sin embargo, durante el siglo XIX se suscitó una lucha en torno al
establecimiento de una legislación que abarcara a todos los hombres por igual,
afirma del Arenal. Entonces se dio paso al “absolutismo jurídico” que trataría
de destruir aquel pluralismo jurídico[4]
y donde la ley controló todos los espacios de los hombres.
A partir esa irrupción de la ley en las
formas de vida se dio paso a una nueva definición de “público”. Desde ese
momento nada se le escapó a la “ley”. Entonces lo público ya no sería
exclusivamente lo administrativo, sino todo aquello que fuera reglamentado por
la ley. Lo “público” en tal caso sería lo conocido por todos, lo que estuviera
a la vista o al alcance de todos, mientras que lo privado quedaría enfocado a
lo individual, a la particularidad de cada persona, a la familia, a la casa, al
hogar.
La justicia así,
sostiene del Arenal, sería “entendida como la correcta aplicación de la ley del
Estado y determinada en exclusiva por los órganos judiciales establecidos por
el propio Estado”(Arenal, 1999: 306). En ese momento la ley se transformó en un
instrumento de control social. Entonces desaparecerían esa serie de
particulares que impartían orden y justicia en su corporación. En consecuencia
el orden y la justicia quedaron a cargo de la ley, pero de una ley desprendida
de la religión y de la corporación. Una ley que destruiría aquella autonomía
que disponía cada comunidad y que pondría a los hombres al servicio de la ley.
Y a juicio del Arenal, esa modernidad jurídica, esa “-supremacía legislativa,
constitucionalismo y codificación- acabaron con la pluralidad de ordenamiento
jurídico y al hacerlo con el propio derecho privado...” (Arenal, 1999: 310).
En La
Sociedad, la ley o la autoridad de una ley, dependía del poder de las
costumbres o de las formas de vida arrastradas del Antiguo Régimen. Aunque
también dependía de las creencias religiosas y de la moral que esta imponía. A
partir de ahí el buen ejercicio de la justicia quedaba sujeto del poder de unas
leyes emanadas de la Providencia Divina y del poder de unas leyes humanas.
Ambas consideraban el bien público y el bien común. En consecuencia la justicia
quedaba entendida, en sus diferentes funciones, como la “distribuidora de las
recompensas y de los castigos, y como mantenedora de la moral pública y de la
equidad social” (Sánchez, 1858c: 1).
Lo público por otra parte mantuvo
estrecha relación con el bien común, con la utilidad pública, con los espacios
que eran del común y sobre todo con la relación religión-gobierno, interpretación
que tiene relación con lo apuntado por Lempérière. Sin embargo, durante este
periodo, uno de los problemas a los que se enfrentó este grupo conservador y
que menciona Del Arenal fue precisamente la transición de un término que de ser
utilidad pública, bien común y pluralismo jurídico, adquirió una significación
que abarcaría la igualdad, el individualismo y leyes iguales para todos, entre
otras cosas. Así lo “público”, lo que tenía relación con el “sentimiento
público”, permaneció en unidad con la noción de “clase social”, de “propiedad”
y de “equidad”. Cuestión que se evidencia a partir de la crítica que hacen los
periodistas hacia las políticas que sus opuestos políticos pretendían destruir.
Tal es el caso de los privilegios, las distinciones y los bienes de la Iglesia,
que al trastocarse, se trastocaban los principios que sostienen a una sociedad.
El más iluso y obstinado vuelva por un momento la vista a
lo que está pasando entre nosotros, y díganos de buena fe, ¿cuál sistema
político sostienen los que se llaman defensores de la libertad y de los
derechos del pueblo? “Derroquemos la tiranía, gritan sin cesar; la ley nos rija
y no la voluntad de un déspota; distinciones y privilegios todo acabe; libertad
e igualdad sea nuestra divisa.” Y cuando estos principios proclaman, y con
tales gritos asordan el viento, ¿qué conducta siguen, cuáles son sus obras, y
qué leyes ponen en práctica? ¡El sacrilegio y el estupro, el incendio y el
robo, el vandalismo y la prostitución! Para corregir los abusos que a toda hora
echan en cara a los ministros de la Iglesia, y restablecer, según dicen, el
Evangelio en su justa observancia, se apoderan de los bienes sagrados, hacen de
ella su patrimonio, y los consumen en su lujo y en sus placeres; profanan el
templo de Dios, despojan su santuario, y escarnecen el culto divino; para
predicar la castidad y enaltecerla, para censurar el robo, entran a saco los
pueblos profanado a las vírgenes, y se entregan a la crápula más inmunda; por
último, para eternizar el imperio de la ley y acabar con las distinciones y
privilegios, cada uno de esos patriarcas de la libertad se convierte en tirano,
se da fueros y altisonantes nombres, arroja a puntapiés al pobre que mendiga su
amparo, y a una mirada suya quieren tiemblen y se humillen todos (Sánchez,
1858c: 1).
El orden público a su vez permaneció
ligado al orden justo y a la capacidad de ejercer justicia de acuerdo a cada
clase social. “Este orden, en el cual cada uno ocupa el lugar que legítimamente
le corresponde; en que todos cumplen con sus deberes respectivos, y
contribuyen, según su clase, sus recursos, sus talentos y sus servicios al
sostén y seguridad del Estado” (Sánchez, 1858c: 1). Así
se hablará de un sentimiento público que tiene relación con “todas las clases,
desde las más suntuosamente acomodadas hasta las más indigentes” (Sánchez, 1858b: 1), pero también de leyes que deben
resguardar los intereses de esas clases sociales que pueden alabar o criticar a
un gobierno y a unas leyes. Así, en ese “sentimiento público” intervenía la clase
alta: la poseedora, propietaria e ilustrada y la clase pobre: la que no tenía
propiedad, la que vivía de su trabajo y la que requería de los ilustrados para
su instrucción política y social. Es decir, lo “público” abarcaba el regreso al
pluralismo jurídico, la aplicación de leyes distintas para la diferentes
clases, esto es los fueros, la creación de un centro de poder, que promoviera
la unidad pero que no monopolizara la producción del derecho y la
jurisprudencia. Sólo así se lograría la perfecta marcha de la sociedad y sólo
así se lograría establecer un gobierno que protege la propiedad y rechaza el
ocio de las personas, una sociedad en la que
...el
honrado e industrioso progresa y es considerado, y en que el haragán, el
intrigante y turbulento no tienen cabida; en que el malvado teme y el hombre de
bien duerme tranquilo; de este orden decimos, es del que dimanan la paz y la
prosperidad de la sociedad (Sánchez, 1858c: 1).
Lo
“público” adquirió además la noción de acción, de hacer, de saber, de opinar,
de formar, de razonar y de creer en torno de la estabilidad y fuerza de un
gobierno, donde interviene la Providencia Divina y las clases propietarias o
acomodadas.[5] Dentro de este razonar y
participar del público o la sociedad, intervenía, a principios de 1858,
recapacitar, actuar y debatir en relación de las necesidades de la república. Y
en esas acciones participaba el bienestar, la prosperidad pública y las
enseñanzas católicas, y en estrecha relación el papel desempeñado por la ley
humana. Y es aquí precisamente donde interviene la interpretación de justicia y
de orden público.
El
gobierno actual de México reasume todas las esperanzas y todos los votos de la
nación: el es la más perfecta significación del orden y la justicia; él gira en
una atmósfera de concierto y de inteligencia, capaz de remontarle hasta las
regiones de la perfectibilidad social de la República. Pero es preciso no
encomendarlo todo al auxilio de la Providencia; es necesario que se agiten y
pongan en movimiento los auxilios de todas las clases pudientes de la sociedad
(Vera, 1858: 1).
Es
necesario considerar que en este periodo de la guerra civil, de la intervención
francesa y del Segundo Imperio Mexicano, el vocabulario de la época reflejó
ambigüedades. Primero por las legislaciones liberales que pretendían modificar
violentamente el curso de la vida y por otra las tendencias políticas que
buscaban la parsimonia y equidad en esos cambios, entre otras. Segundo porque a
mediados de siglo XIX, ciertas interpretaciones de los conceptos provenían del
Antiguo Régimen. Tercero porque las novedosas interpretaciones de los conceptos
estaban revolucionando el curso de las formas de vida.
En
consecuencia, hacer la ley involucró los valores y la moral católica, los
hábitos y las costumbres del pueblo representado. Implicó “la virtud, la fe, la
inteligencia, el respeto, la razón, la actividad, la energía, la prudencia, el
progreso moral de los pueblos; el bien posible de todas las clases; la paz y el
mejor bienestar de todos los individuos” (Vera, 1858: 1). Sin embargo, el “orden público”, afirmaron
los periodistas, tenía su origen en la solidez y filosofía de las
instituciones, en la ética, conducta e integridad de los organismos que
sostienen una sociedad, un gobierno, un Estado. Tenía origen además, en la
moralidad de las costumbres y en la justicia recta e imparcial de los
gobiernos. Sólo bajo la concepción de ese orden,
en
el cual cada uno ocupa el lugar que legítimamente le corresponde; en que todos
cumplen con sus deberes respectivos, y contribuyen, según su clase, sus
recursos, sus talentos y sus servicios al sostén y seguridad del Estado; en que
el honrado e industrioso progresa y es considerado, y en que el haragán, el
intrigante y turbulento no tienen cabida; en que el malvado teme y el hombre de
bien duerme tranquilo; de este orden decimos, es del que dimanan la paz y la
prosperidad de la sociedad (Sánchez, 1858c: 1).
De
este modo, en ese orden público entraría la armonía entre los intereses y los
deberes recíprocos, entre la concordancia perfecta del movimiento de la masa
social y la acción reguladora de las leyes. Así la ley, el orden y la justicia
quedarían convenientemente ligados. Sin ley no había orden, sin orden no había
justicia, sin justicia no había equidad y sin equidad menos existía legitimidad
y sin legitimidad no existía credibilidad en los gobiernos y en su autoridad.
La falta de “orden público” iniciaba con el relajamiento de las leyes, con las
influencias maléficas y bastardas que predominaban sobre los intereses de la
justicia y la paz del Estado, con los hombres de menos valer y menos mérito que
obtenían los cargos más honoríficos y lucrativos y con las especulaciones
inmorales y ruinosas que asolaban la riqueza pública y destruían todos los
giros honestos y productivos (Sánchez,
1858c: 1). Con el trastocar del “orden”, se caía en el abandono de los derechos
civiles y en la inseguridad común.
Cuando
se ve palpablemente que todas las ventajas de la posición están de parte de los
que atropellan la justicia, de los que perturban la paz pública e introducen la
inmoralidad y el desconcierto en la sociedad; que ellos se enriquecen por medio
de manejos sórdidos e infames, que satisfacen en sus pasiones y que comenten
toda clase de desafueros, seguros siempre de la impunidad; cuando se ve que la
espada de las leyes queda casi siempre embotada e inerte ante esos grandes
criminales, revestidos de carácter político, y que entretanto los hombres
honrados y pacíficos, los que se dedican a obtener su subsistencia y a mejorar
de fortuna por medios legítimos y honestos, no encuentran protección ni abrigo,
sino antes bien están siempre expuestos a ser las primeras víctimas del
desorden y de la audacia de los perversos; que los que han servido lealmente al
Estado sacrificando lo más florido de su existencia, permanecen olvidados y
oscurecidos, y que de nada sirven sus méritos, de nada una conducta acrisolada
por los sufrimientos, pues para ellos no llega nunca el día de la reparación y
de la justicia; cuando se ve todo esto y lo demás que sería largo enumerar,
pero que está bien a la vista de cuantos observan atentamente la situación
moral y civil del país, no podrá decirse que el orden público existe, ni que
haya esperanzas fundadas de que se establezca, pues que para esto es necesario remover
antes todas las causas producentes del desorden y del mal, y entrar por la vía
recta de la justicia y de la moralidad (Sánchez, 1858c: 1).
En
base a lo anterior, se considera que la composición de la sociedad bajo el
establecimiento del verdadero “orden público”, quedó sujeta a la legalidad con
que cada hombre ocupara su lugar correspondiente, con que cada hombre cumpliera
con sus deberes respectivos y contribuyera al sostenimiento y seguridad del
Estado. Supuestos estos requisitos en los cuales los “hombres de bien” estarían
protegidos por la ley, el cuerpo social o los
diferentes miembros que hacían a la sociedad quedarían establecidos de la
siguiente forma. En
primer lugar estaría el hombre industrioso y honrado, es decir, todos aquellos
que disponían de propiedades, ilustración, moral y que eran católicos y
pertenecían a lo que entonces los periodistas definían como clase alta. Dentro
de este grupo también ingresarían los hombres pacíficos que se dedican a
obtener su subsistencia y mejora de su fortuna por medios legítimos y honestos.
En el segundo grupo estaría el pueblo, es decir, la clase baja, el resto de la
población que no poseía fortuna ni propiedades. Dentro de esa particular
composición quedarían fuera: el hombre intrigante y turbulento, el malvado,
perverso e inmoral. En otras palabras, los opuestos políticos de los
conservadores que integraban la publicación y que se revestían de carácter
político. Es decir, dentro de esa organización social se le daría prioridad a
la riqueza, a la propiedad territorial y a la ilustración.
Sin
duda los editoriales exhiben un periodo en construcción política, un periodo en
el que los hombres productivos y los que ayudarán a la riqueza pública,
ocuparían los cargos más honoríficos y lucrativos. Dentro de ese proyecto de
sociedad existiría además el aseguramiento de la propiedad en lo futuro y para
ello prevalecería la unión entre el estado eclesiástico y el estado civil en
sus diferentes clases y divisiones (Vera, 1858: 1).
A manera de conclusión
La Sociedad es clara muestra de los debates existentes en torno de la
definición, aclaración, información y justificación de los términos utilizados
para hacer política. Ahí está presente la lucha por la significación de las
palabras. La proclamación de las diferentes legislaciones liberales como la
Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma alteraron el significado de las
palabras utilizadas para hacer política, menester de los periodistas
conservadores que integraban La Sociedad, fue imponer o en su caso
rescatar, una significación de las palabras que asegurara la congruencia con
sus intereses y con los hábitos y costumbres de los mexicanos. Es decir, se
trataba de restaurar aquellos principios “que sirven de cimiento a la sociedad”
(Vera, 1857: 1) y que, a decir de esta publicación, la democracia destruía,
como la unidad religiosa, el principio de autoridad, la moral y la unidad entre
potestades civil y eclesiástica y entre leyes divinas y humanas.
Desde 1857 los
periodistas consideraron que los partidos que alternativamente habían dominado
la política, habían manipulado los conceptos y al hacerlo les habían otorgado
una significación falsa. Así habían jugado con la credulidad e ignorancia de la
gente y habían alterado el sentido de los conceptos en su significación
tradicional, es decir, la significación legada por un orden anterior, por el
orden virreinal. Esto provocó, según La Sociedad, una desestabilización
del lenguaje utilizado para hacer política, fundamentalmente porque estas
significaciones acarreaban los cambios violentos, la anarquía y el desorden, afectando no solo el
vocabulario, sino a la vida diaria. De ahí que
si miramos el discurso periodístico de la
segunda mitad del siglo XIX de tendencia conservadora, hemos de encontrarnos
con un discurso que sobre todo intenta salvar las significaciones de las
palabras en lo que se consideraba una acepción anterior, una significación
considerada legítima porque estaba ligada a “sus hábitos monárquicos o
virreinales y su religión católica” (Sánchez, 1858ª: 1) De lo que se trató
entonces fue de frenar la entrada de las nuevas significaciones de las palabras
que intentaban modificar el curso de los acontecimientos y en ello intervienen
las ideas liberales. De ahí también que para los conservadores que integraban La
Sociedad, tan significativo fue aclarar los conceptos utilizados por ellos
mismos, como también hacerle ver a su opuesto en el error en el asunto
interpretativo. Y es ahí precisamente donde las mismas
palabras adquirieren sentidos distintos según principios conservadores,
liberales y moderados, entre otros. De esta forma es importante
considerar las polémicas en torno de las diferentes interpretaciones de las
palabras para luego establecer parámetros en
las interpretaciones de las palabras de los discursos periodísticos del siglo
XIX.
Hemerografía
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República”, La
Sociedad, Núm. 12 (1p.), Imp. de Andrade y Escalante, México.
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México.
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de La Sociedad”, La Sociedad, Núm. 1 (1p), Imp.
de Andrade y Escalante, México.
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“El porvenir. ¿Quién penetra en ese inmenso horizonte, en ese abismo sin
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Imp. de Andrade y Escalante, México.
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vida privada. La comunidad, el Estado y la familia, T.
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Universidad Nacional Autónoma de México, México.
Del Arenal Fenochio, Jaime
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fuente del derecho en el México del siglo XIX”, en: Connaughton, Brian,
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México, México.
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ver: Sabato Hilda (coord.),
Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas
de América Latina, Fondo de
Cultura Económica, México.
-, y Annick Lempérière,
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Ambigüedades y problemas. Siglos XVIII-XIX, Fondo de Cultura Económica, México.
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ver:
Connaughton,
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Construcción de la
legitimidad política en México, El Colegio de Michoacán, Universidad Autónoma
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Lempériere, et al. Los espacios públicos en Iberoamérica. Ambigüedades y
problemas. Siglos XVIII-XIX, Fondo de Cultura Económica, México.
Price, Vincent (1994), La opinión pública. Esfera pública y
comunicación, Paidos Ibérica,
España.
[1] La Sociedad fue una publicación conservadora de la ciudad
de México que apareció por
primera vez el primero de diciembre de 1855, tres meses después de finalizar la
Revolución de Ayutla y posterior a la expedición de la Ley Juárez del 23
noviembre de 1855. En su primera etapa desapareció el 8 de agosto de 1856 y
reapareció el 26 de diciembre de 1857, del 17 al 21 de
enero de 1858 Ignacio Comonfort volvió a prohibir su aparición. Durante la
guerra de Tres Años nuevamente cesó sus trabajos el 24 de diciembre de 1860,
por la entrada de las tropas liberales a la ciudad de México y reinició labores
el 10 de junio de 1863, al arribo del Ejército francés. Del 12 al 20 de junio
de 1863, nuevamente suspendió labores, para después reaparecer y continuar
hasta el 13 de julio de 1866, cuando avisó que dejaría de publicarse por un
mes. El 14 de julio de 1866 nuevamente cesó sus trabajos y los reinició el día
31 hasta el 31 de marzo de 1867. En
La Sociedad participaron, además de
los trabajadores cuyos nombres no aparecen o sólo se mencionan esporádicamente
como los corresponsales, los editores: Félix Ruiz, Francisco Vera Sánchez, F.
Escalante y José María Roa Bárcena y los impresores: José María Andrade y
Felipe Escalante y Miguel María Barroeta. Cuenta con textos de José María
Esteva, Juan Nepomuceno Almonte, Manuel Orozco y Berra y del propio emperador
Maximiliano I, entre otros, ver: Sánchez Mora, José
Luis. Maximiliano y la prensa
conservadora: el diario La Sociedad. Crónica periodística de una desilusión,
junio de 1864 – mayo de 1865. México, Universidad Nacional Autónoma de
México- Facultad de Filosofía y Letras, 1985, varias páginas, en: Castro,
Miguel Ángel y Curiel, Guadalupe. Publicaciones
periódicas mexicanas del siglo XIX: 1856-1876 (Parte I), México,
Universidad Nacional Autónoma de México, 2003, p. 554-556.
[2] Respecto de esta situación, Jaime del Arenal comenta: “¡Extraña y
sorprendente paradoja!: el siglo XIX que quiso ser el siglo que enterrara de
una vez para siempre el absolutismo político supuso el ascenso y triunfo de un
nuevo absolutismo, el jurídico...” (Arenal, 1999:
308).
[3] Respecto del
término “privado”, término que empieza a distinguirse a partir de la segunda
mitad del siglo XIX tal como hoy la conocemos, Vincent Price sostiene que
“antes de 1830 los diccionarios franceses oponían público no a privé
“privado”, sino a particulier (“particular, individual”) (Price, 1994: 21).
[4] “Educación, instrucción, beneficencia, comercio, inventiva,
sexualidad, religiosidad, punición, diversión, lecturas, trabajo, propiedad,
herencia, matrimonio, deudas, créditos, contratos, servidumbres, relaciones
familiares, todo, absolutamente todo comienza –a veces continúa- a ser
reglamentado sólo por el Estado, dando inicio a lo que Paolo Grossi con
toda precisión a definido como la época del absolutismo jurídico” (Arenal,
1999: 308).
[5] En relación a esta acción y participación del
público, interviene la acción de dirigir o ser maestros (caso concreto de los
periodistas) de los gobiernos en turno, interviene además, la acción de los
hombres que gobiernan, de los que elaboran las leyes, de los encargados de la
seguridad pública, del pueblo que rechaza una constitución, de los hombres que
trabajan y en fin de todo aquel que contribuye al engrandecimiento del país.