viernes, 14 de agosto de 2009

El Partido Conservador

F. V. Sánchez (Editor responsable), “El partido conservador”, La Sociedad, Sección Editorial, T. 1, Número 109, México, Lunes 19 de abril de 1858.

“Se ha hablado mucho estos días en los círculos políticos, acerca del estado que guarda actualmente el partido conservador en cuanto a la conformidad o disconformidad de sus opiniones relativas a determinadas particularidades en el personal y en la marcha del gobierno. Hace dicho que están nuestros conservadores divididos en tres diversas fracciones: Santanistas, Zuloagistas, y otra más cuya denominación, como todas es inútil e inconducente. Se ha agregado que la una fracción quiere el exclusivismo y la práctica pura de los principios de orden, pero desnudos de todo elemento aristocrático; que la otra es igualmente exclusivista en cuanto a principios y en cuanto a personas, propendiendo con fuerza a la aristocracia y desconociendo inflexiblemente las transacciones, sea cual fuere el género de éstas y su entidad; que la tercera es de medios colores, de medias tintas en política como las del partido moderado; que se inclina a la transacción de principios y a la fusión de partidos de todas sectas.- Hasta aquí lo que se dice en los círculos políticos, y más especialmente en los formados por el liberalismo exaltado.- “Divide y reinaras”, Maquiavelo se ha inmortalizado en el mundo político: su doctrina van aprendiéndola nuestros demócratas ricos de esperanzas y desnudos de aprensiones.
Los principios conservadores constituyen una doctrina homogénea y compacta, bien diversa por cierto de la liberal, en la que nada hay fijo ni subsistente. La escuela conservadora acepta o adopta todo lo que reconoce a la verdad que es su eterna base; desconoce y rechaza todo lo que se funda en la falsedad. Nosotros hemos explanado ya esta idea en artículos anteriores, y no hay necesidad por ahora de repetirnos. Así, pues, en cuanto a los principios, no hay divergencia en los conservadores de buena fe, ya se llamen Zuloagistas, ora Santanistas, ora tengan otra denominación cualquiera. Pero suponiendo que existiera la división, no en cuanto a los principios, sino en cuanto a las personas que deben gobernar, tenemos el convencimiento de que los individuos que pudieran personificar esas supuestas fracciones del partido conservador, tendrían, no lo dudamos, la suficiente abnegación y el necesario patriotismo para aceptar como jefe supremo de la República al hombre más caracterizado y de mayor aptitud en los negocios públicos.
Entiéndalo así el partido liberal. La cuestión de gobierno entre los conservadores, no es de personas sino de principios: pero si a veces la cuestión de personas está de por medio, no es jamás para sacrificarla a los principios, sino para dar a estos mayor duración y más grande consistencia.
Por lo demás, nunca, tal vez, ha estado como hoy tan unido el partido conservador. Acaso sea porque jamás ha tenido tanta necesidad de unirse como en las presentes circunstancias. El actual supremo gobierno ha visto desde su instalación, a su alrededor, los elementos conservadores apoyándole y protegiéndole. En la capital, y en los departamentos y en todas partes de la República donde ha habido libertad para expresarse desde el triunfo del día 21 de enero, el sentimiento público, el sentimiento de todas las clases, desde las más suntuosamente acomodadas hasta las más indigentes, han tributado alabanzas, y hasta ovaciones, a las personas del gobierno actual, por el hecho de haberse puesto al frente de la reacción conservadora para sostener los principios del orden; para gobernar a la República por esos mismos principios.
Hay un hecho consignado en las páginas de la historia de México y en la historia de casi todos los pueblos modernos; y es que los hombres que se levantan al poder, no pueden sostenerse en el fácilmente, sino obedeciendo a los principios constitutivos del orden social para todas las operaciones políticas y administrativas. El personal del gobierno supremo que rige actualmente los destinos de la República, ha merecido la aceptación general por los principios que representa, que son los principios conservadores, los principios que profesan todas las personas sanas y desinteresadas, los principios que buscan la verdadera grandeza y la salvación, ante todo, de la República. Las personas importan poco en toda cuestión de principios. Para que estos sean representados firme y dignamente, es verdad que se han buscado siempre y deben buscarse aptitudes más o menos bien reconocidas y sancionadas por la opinión pública. Por los demás, desde que un gobierno conservador propiamente dicho, ya sea en México, ya en Francia, o en España o en otra nación cualquiera donde el sentimiento del orden esté bien manifestado; desde el momento, decimos, en que un gobierno conservador propiamente dicho, se aparta de los principios que le acreditan y le sostienen, la nación entera, la nación honrada le retira su voto, su protección en cuanto cabe en las relaciones y deberes del súbdito para con el mandatario. Ese gobierno cae, en ese caso, vencido por su propio desprestigio y por su propia impotencia; y la guerra suele ser entonces el inmediato resultado en estos tiempos calamitosos de sublevación y de irreverencia.
Pero desengáñese el partido liberal: sus intrigas serán ociosas, sus esperanzas serán burladas en cuantas diligencias haga y en cuantos medios ponga en juego para dividirnos y convertir la política de hoy hacia un rumbo extraviado, del que huyen todos los hombres conocedores y de penetración. Sabe ya ese partido que el supremo gobierno actual no transigirá nunca con otros principios diversos de los que hoy sostiene con verdadera fe y con verdadera constancia. El supremo gobierno ha sido indulgente: estos es todo. De esta indulgencia ha hecho, probablemente, el partido liberal deducciones muy equivocadas. Muchos enemigos de los principios conservadores han aventurado la opinión de que esa indulgencia no asegurará la permanencia del gobierno: quisieran que el gobierno entrase en el terreno de las persecuciones y del rigor, con lo cual los falsos héroes de la libertad pudieran desempeñar con algún motivo el papel de mártires para alegar más tarde méritos y servicios.- La indulgencia que se tiene hoy entre nosotros con el liberalismo exaltado, tiene sus límites, y nunca serán traspasados sino cuando la gente enemiga de todo orden lleve su audacia a un extremo peligroso para la nación y para la paz general. No será, pues, la indulgencia conveniente, lo que haga al gobierno descender del poder mientras esa indulgencia no degenere, en las personas que le constituyen. Pero en la hipótesis supuesta de que el gobierno actual cediera el puesto a otras personas, no a otros principios, porque esto es imposible, los nuevos hombres que subieran al gobierno de la República, ni podrían tocar los extremos del despotismo, ni podrían entrar en transacciones políticas, en funciones que son impracticables y que son y están abiertamente rechazadas por el partido conservador.
Pensar hoy el partido liberal en un cambio de personas en el gobierno conservador y fundar sus esperanzas en ese cambio, es un delirio excusable por su desesperación y su tremenda derrota. Soñar con la idea de que nuevas personas traerían una fusión como punto de partida para la realización de sus locas esperanzas, es no reconocer los principios conservadores ni el espíritu de los principios liberales; es no conocer lo que vale y lo que puede el gran partido que defiende y sostiene aquellos principios. No hay un solo caudillo mexicano, dentro y fuera de la República, con afecciones que le liguen al partido conservador que no esté íntimamente penetrado de la absoluta imposibilidad que hay en México de amalgamar los diversos y contradictorios elementos políticos que dividen de algún modo a la nación.
Todas las clases de la República que tienen que perder y todas las clases pobres que desean vivir honradamente con su trabajo, quieren un gobierno que les preste garantías y que tenga respetabilidad. Esta respetabilidad no la han tenido ni la tendrán jamás los hombres de la revolución de Ayutla, ni aun acudiendo como han acudido al más cruel vigor, al más bárbaro despotismo: tampoco la tendrán sus principios disolventes, porque ellos son de tal naturaleza que los rechaza el sentimiento unánime de los pueblos. Por otra parte, y sin perder de vista lo que acabamos de indicar, no cabe la fusión de elementos tan contradictorios y divergentes como son el partido liberal exaltado y el partido conservador del orden de los Estados. Comonfort recurrió a esa medida desesperada, y cayó inmediatamente desplomado sufriendo el desprecio de los suyos y de los extraños. El ejemplo no puede ser más terrible ni reciente. Quien teniéndole a la vista insistiera todavía en la fusión de partidos, merecería sin duda la calificación de insensato.
Más de una vez lo hemos dicho: el partido conservador respeta a los hombres de todas las opiniones que tengan talento, ciencia, aptitud e integridad; que no estén afiliados en las oposiciones sistematizadas, en las banderías que se consagran por oficio a los motines y a las revoluciones para medrar a su sombra ; que no miren hacia otro fin que el de la paz y de la felicidad de la República. Esos hombres tiene un derecho a ocupar un puesto en los empleos nacionales, según la capacidad e índole de cada uno: pero el partido conservador no puede, ni debe, ni quiere conceder la influencia administrativa a la democracia, porque tiene el convencimiento íntimo y práctico de que esa influencia traería, más o menos temprano, más o menos tarde, la disolución y la muerte de la República.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Política antigua / política moderna.Una perspectiva histórico-conceptual

Javier Fernández Sebastián
Universidad del País Vasco

www.foroiberoideas.com

Contrepoint à La naissance de la politique moderne en Espagne, Jean-Philippe Luis (coord.), Dossier des Mélanges de la Casa de Velázquez, Nouvelle série. 35 (1), Madrid, 2005

Los trabajos recogidos en este dossier de los Mélanges de la Casa de Velázquez se ocupan desde diferentes perspectivas del “nacimiento de la política moderna en España”. Su coordinador sin duda ha sopesado cada palabra a la hora de elegir el título, mas en principio cabe especular que el volumen hubiera podido titularse de manera alternativa: por ejemplo, El ocaso del antiguo régimen y los orígenes del liberalismo en España, Los albores de la modernidad: el declive de la política tradicional, u otro rótulo similar (aunque ciertamente todas estas rúbricas están lejos de ser intercambiables). Génesis y fin, ascenso y declive, nacimiento y ocaso, y otros pares de antónimos semejantes constituyen en cualquier caso términos muy corrientes entre los historiadores, términos que encontramos a menudo en el encabezamiento de gran cantidad de obras y reflexiones historiográficas (como lo son igualmente política moderna, sociedad tradicional, modernidad, antiguo régimen, absolutismo, Ilustración o liberalismo, por referirnos sólo a algunas de las etiquetas más utilizadas por los estudiosos que se ocupan del periodo a caballo entre los siglos XVIII y XIX).
Y sin embargo todos sabemos que en historia no hay “nacimientos” ni “ocasos” absolutos. Hoy es casi un lugar común entre los profesionales contemplar el devenir histórico como un juego incesante de innovaciones y permanencias, en el que ningún cambio, por súbito y profundo que sea, supondría un corte tan radical como para que lo nuevo y lo viejo no se interpenetren de algún modo. Precisamente por eso, el concepto historiográfico de transición –que ha podido aplicarse a un amplísimo espectro de fenómenos, desde el cambio demográfico hasta el cambio político o cultural, pasando por el clásico uso socio-económico marxista, referido a las transiciones entre modos de producción (con la carga determinista de ineluctabilidad que tal uso conlleva)– ha servido y sigue sirviendo muy a menudo para dar cuenta de este tipo de situaciones. Desde este punto de vista, toda transición podía ser contemplada como una solución de continuidad entre el eclipse de un viejo estado de cosas declinante y el orto de un nuevo orden ascendente.

Continuidad, ruptura, transición
Hay que reconocer sin embargo que esta imagen gradualista del cambio histórico es difícil de cohonestar, en el caso que nos ocupa, con un trastorno político tan violento como el que se desencadenó en el mundo hispánico a raíz de la crisis de la monarquía borbónica y la intervención napoleónica en la península. En este sentido, por mucho que insistamos en que 1808 es también un punto de llegada –y no sólo un punto de partida–, la fractura que se produjo en ese año crucial resulta históricamente tan honda y tan traumática que no es fácil hacerla encajar en una noción más o menos apacible de transición, entendida ésta generalmente como un conjunto de pequeñas transformaciones encadenadas de las que emerge finalmente un orden político o social muy diferente del anterior.
Y, por cierto, el consenso generalizado entre los historiadores a la hora de atribuir a la vacatio regis –i. e., a lo que en su día muchos percibieron como un vacío en la cúspide del poder– un papel fundamental en el origen de esa avalancha de sucesos debería bastar para convencer al más escéptico de la importancia decisiva del factor simbólico-representativo en el universo de la política (en este caso, para la salvaguarda del statu quo). Una trascendencia difícil de exagerar cuando constatamos que fue justamente esa modalidad política de horror vacui provocada por lo que algunos entendieron nada menos como “disolución de la Monarquía española” la que hizo entrar en danza un puñado de conceptos políticos –nación, soberanía, pueblos, constitución, representación, opinión pública...– que se postulan entonces por determinados sectores de las élites con el objeto más o menos explícito de llenar el enorme hueco que la ausencia de un rey legítimo había dejado. De manera que es esa súbita orfandad política de los españoles de ambos hemisferios la que abre un espacio público inusitado en cuyo seno se irán perfilando nuevas identidades políticas y territoriales –liberales, absolutistas, republicanos; americanos, peninsulares; realistas, insurgentes, etc.–. Nuevas identidades nucleadas en torno a los conceptos evocados, que están en el origen de los nuevos actores colectivos –movimientos ideológicos, partidos, ejércitos, Estados, repúblicas, naciones...– que protagonizarán la agenda política de las siguientes décadas. En definitiva, aun sin perder de vista otros factores concomitantes, es en la famosa acefalia de 1808, en el trono que –desde cierta percepción mayoritaria de la legitimidad– ha quedado vacante a causa de la intrusión de una nueva dinastía, donde habría que buscar el fulminante de esa gran explosión o, por mejor decir, de esos procesos complejos de resultado incierto que es costumbre denominar revolución liberal, en el caso de la España peninsular, y revoluciones de independencia, para los distintos territorios de la América española.
Es evidente, por tanto, que, por mucho que el debate constitucional se hubiera ya entablado desde la década de 1780, el nuevo imaginario liberal sólo pudo entrar en acción cuando, gravemente desestabilizado el sistema por la ausencia del monarca, que era su clave de bóveda, irrumpió en escena una política alternativa, basada en un conjunto de instituciones nuevas o remozadas. Y esa irrupción es a su vez indisociable de un sentimiento desconocido de disponibilidad de la historia y de la política que parece haberse extendido con rapidez entre las élites españolas en esas primeras décadas del ochocientos, a raíz del motín de Aranjuez y de la sublevación antinapoleónica de mayo de 1808. Como había sucedido antes en Francia con el estallido de la revolución, los sectores más dinámicos de la sociedad española vivieron entonces esos acontecimientos –que precipitaron una doble crisis, dinástica y bélica– como una oportunidad excepcional para la apertura de un proceso constituyente que abría posibilidades inéditas para la renovación global del sistema. Esa vivencia de aceleración del tiempo histórico y de su apertura a un futuro insospechado de instituciones liberales que –apoyándose sistemáticamente en ciertas lecturas ideológicas del pasado– se trataba ahora de diseñar y construir resultó con toda probabilidad un sentimiento embriagador, si hemos de juzgar por diversos testimonios de la época que transmiten al lector la euforia de quienes son conscientes de protagonizar en primera persona una coyuntura de excepción, caracterizada por la extrema fluidez y por la maleabilidad de las instituciones (aunque ciertamente la desilusión provocada por la falta de adecuación entre las grandes expectativas generadas y los magros resultados cosechados no tardaría en llegar ) (1).
Así pues, es forzoso constatar que la intervención napoleónica en la península puso en bandeja a los reformistas radicales una oportunidad única para dar al traste en muy breve plazo con un orden de cosas que en lo sustancial no se había modificado durante varios siglos. Y, a partir de ahí, la secuencia de acaecimientos políticos y bélicos de los años siguientes tanto en la España peninsular como en Hispanoamérica puede calificarse sin ningún género de dudas de ruptura –o, como suele hacerse mucho más frecuentemente, de revolución–, en la medida en que supuso una profunda quiebra del sistema. La política moderna, en este sentido, habría venido a ocupar rápidamente el vacío dejado por el colapso de la política tradicional (siendo la máxima expresión de ese vacío, insistimos, la falta de soberano legítimo). Ahora bien, ¿Quiere esto decir que el historiador puede calificar en rigor de “política antigua” a la totalidad del ordenamiento, prácticas y discursos que preceden a la primavera de 1808, y de “política moderna” a todo lo que vino después del triunfo definitivo de la Revolución liberal, a partir de los años 1830? Obviamente, la respuesta a esta cuestión, así planteada, sólo puede ser negativa. Veamos.
Para empezar convendría recordar lo que es evidente: que ningún presente se engendra a sí mismo, y que toda situación nueva surge necesariamente de un pasado, sea éste próximo o remoto. Ni los conceptos y discursos, ni los actores, ni las identidades políticas son una excepción: ninguno de ellos se transforma profundamente de un año para otro por arte de birlibirloque. La hermenéutica gadameriana ha insistido suficientemente en este punto: sin tradición no hay fundación, y la mera idea de la tabla rasa, de un arranque absoluto e incondicionado, es inconcebible y radicalmente ajena a la razón histórica. La historiografía reciente de las revoluciones nos ha hecho comprender mejor, en este mismo sentido, la importancia decisiva de las tradiciones y de las nuevas prácticas culturales cristalizadas a lo largo del XVIII en el origen de las mutaciones discursivas y constitucionales en ese tránsito del antiguo régimen a la sociedad moderna. También en el caso hispano podemos hablar de unos orígenes culturales de la sociedad liberal (2), y todos sabemos que es en gran medida el viejo imaginario de la legitimidad basada en un pacto entre las comunidades y el monarca el que hace posible la irrupción de las soberanías en pugna a partir de 1808. “Lo moderno”, una vez más, hunde sus raíces en “lo antiguo”.

Lenguajes “antiguos” y “modernos”

Por otra parte, en historia del pensamiento político es común que ciertas teorías, principios e “ideologemas” –individuo, contrato social, voluntad general, división de poderes, derechos naturales, soberanía nacional, etc.– sean considerados “modernos”, en tanto que otros elementos políticos e ideológicos –corporaciones, pactos, bien común, privilegios, soberanía de derecho divino, fueros...– se insertan en un entramado de valores o doctrinas habitualmente tenidos por “antiguos” o “tradicionales”. Sin embargo, los textos políticos de la Europa moderna están llenos de discursos en los que se mezclan en distintas proporciones ingredientes de ambos repertorios (digamos, para simplificar, iusracionalistas y escolásticos), y en el caso español a la altura de la segunda mitad del siglo XVIII lo corriente es que gran parte de los autores que se ocupan de estos asuntos engarcen en sus escritos –con muy diferentes propósitos– conceptos antiguos y modernos. Pero hay más: dejando a un lado la rica gama de matices de los diversos grupos que cabría distinguir en el seno de cada polo de esta dicotomía, el uso preferente de determinado vocabulario no basta para identificar a un autor como “ilustrado-liberal “ o como “tradicional-absolutista”. Por el contrario, el recurso a una terminología moderna puede hacerse de tal modo que el sentido que se atribuye a esos términos en el discurso sea en el fondo bastante “tradicional”. Y tampoco cabe descartar la operación inversa: tras una fachada léxica de apariencia tradicional puede disimularse –y de hecho así se hizo muy a menudo– una semántica y una práctica política revolucionarias (3). Conviene pues tener siempre presente la enorme plasticidad del material lingüístico y la capacidad del ser humano para resemantizar mediante diversos artificios retóricos determinados conceptos en provecho de sus propósitos coyunturales.
Precisamente uno de los rasgos fundamentales del primer liberalismo español es esa manera peculiar de manejar el lenguaje que recurre sistemáticamente a la anfibología para dotar de un sentido nuevo a las doctrinas y a los hechos de un pasado más o menos remoto, hechos y doctrinas que son reinterpretados en las décadas interseculares entre el setecientos y el ochocientos para hacerlos encajar con los objetivos de la moderna acción política y responder así a los desafíos planteados. Del mismo modo que, como subrayó K. Baker, el extraordinario éxito de Sieyès en la primera etapa de la Revolución francesa se habría cifrado en su habilidad inusitada para inventar un discurso revolucionario, un lenguaje nuevo que acertó a sintetizar elementos del discurso fisiocrático de la razón con otros procedentes del discurso rousseauniano de la voluntad política (4), el mérito de los Martínez Marina, J. Lorenzo Villanueva, Agustín Argüelles y un puñado de publicistas en el umbral de la España contemporánea habría consistido en articular un lenguaje mixto de neoescolástica, contractualismo racionalista y constitucionalismo historicista, cuya eficacia se puso a prueba durante las sesiones gaditanas de Cortes constituyentes. Muchas veces se les ha reprochado el recurso a un vocabulario confuso y vacilante, propio de una época bisagra. Mas si el núcleo duro de la política es encontrar en cada momento los conceptos y las palabras idóneas para comprender, legitimar o transformar el statu quo, debe reconocerse el esfuerzo de algunos escritores y oradores del momento por componer ese lenguaje anfibio apropiado para una situación en la que, partiendo de una cultura de fuerte impronta católica, se trataba de dar entrada sin estridencias a los principios fundadores de una política radicalmente nueva: sociedad civil, libertad, constitución, monarquía moderada, representación, igualdad, ciudadanía, soberanía nacional... La utilización a fondo de muchas categorías y recursos culturales provinientes de la escuela teológico-jurídica de Salamanca daría paso así a la atribución de nuevos significados a viejos términos de origen medieval, y al engarce de estos conceptos en un discurso normativo tendente a instaurar un nuevo sistema sociopolítico (5). Del éxito de ese difícil esfuerzo de ensamblaje entre Montesquieu y Suárez, Mably y Mariana, Rousseau y Tomás de Aquino, da idea la reflexión de uno de los participantes en la conversación recreada literariamente por cierto clérigo constitucional muy conocido en el Cádiz de las Cortes. Uno de los partícipes en este diálogo ficticio, obispo por más señas, concluye mostrando su satisfacción ante las pruebas acumuladas por su interlocutor en favor de una hermenéutica católico-aristotélica del naciente constitucionalismo, lo que le lleva a asegurar que “esos diputados que oigo llamar liberales son los restauradores del lenguaje político del Santo Doctor en nuestra Monarquía” (6).
Tal operación ideológica dista mucho de ser una simple táctica de enmascaramiento o camouflage. No se trató meramente de hacer pasar lo reciente por antiguo y viceversa (o, como suele decirse, de verter vino nuevo en odres viejos). Tampoco de componer una amalgama conceptual de ciertas nociones ilustradas y liberales inscritas en un discurso tradicional; y a la inversa, de rescatar algunos viejos conceptos, iluminados bajo una luz distinta, para insertarlos en el flamante lenguaje de la libertad y la constitución. Cuando Martínez Marina o Villanueva interpretan, respectivamente, las instituciones medievales castellanas desde el prisma del constitucionalismo, o los argumentos de la escolástica como antecedentes del liberalismo moderno están al mismo tiempo inscribiendo el naciente reformismo de las Cortes de Cádiz en un largo proceso histórico de afirmación de la libertad frente al despotismo; un largo proceso cuyo origen se remontaría nada menos que a la Edad Media, y al reino visigodo. Y al hacerlo así, están a la vez historizando y nacionalizando el liberalismo, dotándolo de un prestigioso pasado y de un arraigo nacional que alejaría considerablemente en este punto la experiencia revolucionaria española del espíritu adanista y geométrico de su inmediato antecedente francés (y lo aproximaría por contra al modelo angloamericano de la ancient constitution).
Lo que estamos tratando de sugerir es que el propio planteamiento historiográfico que contrapone netamente viejos y nuevos conceptos, como si esta distinción fuera evidente por sí misma, conlleva una valoración implícita no menos normativa que la de aquellos primeros liberales españoles que improvisaron una retórica de legitimación para sus propósitos reformistas con las armas intelectuales que tenían a mano: precisamente aquellos conceptos y argumentos que mejor encajaban en la cultura política española y, en consecuencia, podían resultar más eficaces y convincentes de cara a acercar a sus compatriotas a una política alternativa a la hasta entonces vigente.

Tradición y modernidad: algunas reflexiones desde la historia de los conceptos

En este sentido, la dicotomía entre nuevos y viejos conceptos políticos, entre tradición y modernidad, entre política antigua y política moderna, está muy lejos de poseer el grado de certidumbre y de “indiscutibilidad” que suele suponerse. Antes bien, a la vista de la más reciente historia política e intelectual habría que admitir que la imagen estereotipada de la modernidad política que los historiadores hemos venido manejando durante largo tiempo presenta insuficiencias y debilidades muy notorias. Si repasamos los estudios más solventes de estos últimos años centrados en las prácticas políticas decimonónicas en varios países europeos, todo parece indicar, en efecto, que el arquetipo de esa modernidad basada en individuos abstractos dotados de iguales derechos, en ciudadanos virtuosos, en elecciones limpias, pluralistas y participativas, en instituciones en fin razonablemente transparentes y democráticas, no es en modo alguno una noción historiográfica empírica e inductiva, ni siquiera un ideal-tipo, sino más bien una construcción ideológica imbuída de teleologismo. Una construcción ideológica que parece responder sobre todo a la necesidad de una reafirmación retrospectiva de la democracia liberal tras la derrota de los fascismos en la II Guerra Mundial (y que, en el caso español, probablemente debamos asociar a los primeros tímidos intentos de recuperar una cierta tradición liberal tras las dramáticas circunstancias de la posguerra) (7).
Ahora bien, medir las realidades políticas del XIX con el rasero de las democracias triunfantes de la segunda posguerra (o incluso con los estándares desiderativos de aquellos historiadores españoles que a duras penas trataban de entroncar con las corrientes liberales de preguerra), o valorar el ejercicio de los incipientes derechos civiles y políticos por parte de los habitantes de los Estados europeos e iberoamericanos de las décadas centrales del ochocientos de acuerdo a los exigentes criterios de la declaración universal de derechos humanos de 1948 es un grosero anacronismo que en la mayoría de las ocasiones sólo puede conducirnos a emitir un juicio historiográfico extemporáneo y extremadamente negativo, hasta el punto de rechazar de plano la existencia de cualquier atisbo de modernidad y de liberalismo en la mayoría de las sociedades occidentales decimonónicas (8).
Varias de estas críticas al teleologismo y al anacronismo implícitos en la “gran narrativa” democrático-liberal que muchas veces informa sin darnos cuenta nuestros análisis históricos podrían aplicarse a la visión de la “politique moderne” según Maurice Agulhon que nos presenta críticamente María Cruz Romeo en la primera página de su excelente contribución a este volumen. Y es que, en efecto, como sostiene lúcidamente esta autora un poco más adelante, “la interpretación que en ocasiones se ofrece del liberalismo adolece de falta de historicidad; en otras, se piensa como una doctrina perfectamente cerrada y unívoca sobre el individuo, la sociedad y el poder. En consecuencia, se habla más de unos supuestos procedentes de la propia narrativa liberal que de la misma especificidad del discurso liberal configurado a partir de unos contextos particulares”.
Para evitar en lo posible caer en las trampas del presentismo, es decir para “descontaminar” nuestra visión del pasado decimonónico de esa clase de distorsiones y evaluaciones ex post, no basta con el análisis cuidadoso de los contextos políticos y sociales y de las prácticas culturales del pasado en tanto que pasado (i. e., renunciando a juzgar esas realidades según su grado de ajuste a un canon liberal-democrático prefijado). Es necesario además que los historiadores desarrollemos una nueva sensibilidad que nos habilite para comprender las actividades de los sujetos históricos de la manera más próxima al modo en que veían las cosas los propios agentes (9). O, lo que es lo mismo, deberíamos esforzarnos en captar lo mejor posible las nociones que daban sentido a su acción, y que con frecuencia tienen poco que ver son las categorías proyectadas “desde fuera” por los historiadores. Y en este punto, es preciso reconocer que –si bien en varios textos de este dossier está muy presente esa sensibilidad histórico-conceptual (10)–, para muchos de nuestros colegas la historia de los conceptos es todavía por desgracia una subdisciplina abstrusa y poco menos que esotérica.
Sin embargo, estamos persuadidos de que el historiador tiene mucho que ganar con esa apertura a la historia conceptual: algunos instrumentos epistemológicos desarrollados por la Begriffsgeschichte pueden resultar de gran ayuda a la hora de abordar el espinoso problema continuidad/ruptura en un tiempo de transformaciones aceleradas como el que nos ocupa.
Así, frente al énfasis probablemente excesivo de la historiografía liberal en la novedad radical de la Revolución, como si se tratara del comienzo absoluto de una nueva era, y también, por otra parte, frente a la insistencia –de estirpe tocquevilliana– de la historiografía de estas últimas décadas en los abundantes elementos de continuidad entre el antiguo y el nuevo régimen, a mi juicio la historia de los conceptos puede aportar una visión equilibrada de este tracto histórico decisivo. Si, de un lado, es innegable que se produce un cambio extenso y profundo en la manera de concebir el orden político, ello no obsta para que muchos de estos cambios en el universo simbólico se incoaran ya en las últimas décadas del XVIII. Y, por supuesto, muchos de estos conceptos, que poseían un espesor histórico considerable, estaban siendo sometidos a nuevos usos polémicos por parte de los agentes, sufriendo así una rápida metamorfosis que estaba transformando profundamente sus significados. Pues bien, la propuesta específica de la historia conceptual es indagar en los estadios semánticos anteriores, estadios que raramente se borran del todo, lo que hace posible sacar a la luz estratos de significado correspondientes a distintos momentos que siguen gravitando sobre el sentido posterior de los términos mucho tiempo después de su primera “sedimentación” y de su fase de apogeo (11). Se pondría así de manifiesto una forma paradójica de “sincronía diacrónica” o “contemporaneidad de lo no-contemporáneo” (Gleichzeitigkeit der Ungleichzeitigen), perspectiva que permite pensar de otra manera el cambio histórico, a fin de no quedar atrapados en la estéril alternativa continuidad/ ruptura.
La dimensión temporal interna de estas mutaciones histórico-semánticas aparece desarrollada en la obra koselleckiana por medio de diversas reflexiones teóricas e instrumentos analíticos de gran valor (12), como las manoseadas nociones de “campo de experiencia” y “horizonte de expectativa” , cuyo inestable balance a lo largo de los siglos XVI y XVII –i. e., las cambiantes relaciones entre un pasado permanentemente actualizado e “incorporado” en el presente y las crecientes expectativas de futuro que dicho presente conlleva y suscita– y, sobre todo, el desequilibrio definitivo en favor de este último factor a partir de finales del XVIII precipitaría el advenimiento de la “modernidad” (esto es, la disociación del pasado y el futuro, y la definitiva apertura y orientación de los conceptos hacia el porvenir en aras de una filosofía del progreso).
Es obvio, en cualquier caso, que por su propia naturaleza ni la lengua ni la cultura se transforman drásticamente de un día para otro y, por consiguiente, del mismo modo que la langue d’ancien régime tuvo que ser en lo sustancial la lengua usada por los revolucionarios franceses de 1789, también los liberales españoles de 1808, insertos como estaban en la cultura de su época, hubieron de servirse necesariamente del estado de la lengua vigente en aquella fecha. Sin embargo, no es menos cierto que desde el primer momento se advierte un intenso y sostenido esfuerzo de los protagonistas de aquellos sucesos por revolucionar la lengua, dotando de nuevos sentidos a las viejas palabras y creando neologismos adaptados a las nuevas necesidades expresivas y, al mismo tiempo, capaces de cimentar las nuevos proyectos e instituciones que se trataba de construir. Se iniciaba así una encarnizada guerra semántica por la apropiación del lenguaje que, con altibajos y avatares muy diversos, no ha cesado en los últimos doscientos años.
Uno de los problemas que debieron afrontar entonces los partidarios de las reformas fue la dificultad de contrarrestar las resistencias estructurales que opone el lenguaje a su rápida transformación. En efecto, el lenguaje –al fin y al cabo, un código heredado de nuestros mayores– es la tradición por excelencia y, por consiguiente, puede decirse que a priori jugaba en el campo de la contrarrevolución. Las élites revolucionarias debieron sortear esa dificultad esforzándose en combatir las inercias semánticas de la lengua estándar mediante diversos expedientes retóricos con vistas a legitimar sus proyectos. Claro que para ello tuvieron que amoldar sus discursos al idioma normativo disponible (13). Partiendo de ese horizonte lingüístico infranqueable, políticos, oradores y publicistas liberales recurrieron a distintas estrategias –incluyendo el lanzamiento y popularización de una serie de términos, metáforas y discursos– para difundir nuevos esquemas descriptivo-evaluativos que aspiraban a transformar sustancialmente ciertos valores y, por ende, a modificar un estado de cosas que se consideraba indeseable e injusto (14). Y, como hemos examinado sucintamente un poco más arriba, entre los recursos retóricos más utilizados destacan, en el caso español, aquellos que someten a una transvaluación radical ciertas instituciones medievales y viejos conceptos de procedencia escolástica.

Agentes e identidades políticas: herencia e innovación

Si trasladamos esa misma lógica reduccionista y un tanto maniquea a la que aludí, sintetizada en la polaridad ruptura/continuidad, del área lingüístico-discursiva al terreno de las identidades y de los agentes políticos, los despropósitos van en aumento. En efecto, ¿llamaremos viejos actores y viejas identidades a todos los grupos sociales y representaciones colectivas anteriores a 1808, y nuevas a todas las posteriores? ¿Acaso no es evidente, como decíamos hace un momento a propósito de la lengua, que los primeros liberales eran forzosamente hombres del antiguo régimen? Podían ser, pues, más o menos radicales, más o menos innovadores, pero con toda certeza no por ello dejaban de ser en primer lugar herederos (P. Ricœur): portadores y legatarios de cierto bagaje intelectual, de cierta cultura, también de cierto estatus (15). Además, ¿no es igualmente indudable que muchas identidades políticas prerrevolucionarias siguieron existiendo mucho tiempo después de la revolución? Aunque sin duda las reformas en el terreno jurídico introdujeron cambios decisivos en el orden social, ¿acaso se esfumaron por ensalmo todas las corporaciones, las familias tradicionales, las comunidades campesinas y muchas otras prácticas y estructuras consuetudinarias? De manera que, si queremos salir del callejón sin salida al que nos conduce la escisión tajante ruptura/continuidad, modernidad/tradición, innovación/permanencia, también en este terreno se hace necesario recurrir a expedientes un poco más sofisticados. Los trabajos de Jean Philippe Luis, por ejemplo (y su contribución a este volumen es buena muestra de ello), dejan ver claramente que un amplio sector de las élites que implantan en España el nuevo orden estaba muy vinculado al Estado absolutista, hasta el punto de que muchos de ellos eran funcionarios públicos, de mayor o menor cualificación. Y si atendemos a los colores políticos o ideológicos, con toda probabilidad tendremos que introducir asimismo no pocos matices. Así, frente a las burdas simplificaciones de ciertos autores que nos dibujaban a grandes trazos un cuadro en blanco y negro de liberales contra absolutistas, la historiografía posterior ha ido haciendo surgir ante nuestros ojos un panorama polícromo, bastante más complejo y matizado, en el que acertamos a distinguir una amplia gama de colores políticos (hasta el punto de hacer muy difícil la separación estricta en dos bloques): reformistas ilustrados, jacobinos y demócratas radicales, liberales republicanos, constitucionalistas, liberales moderados, afrancesados, absolutistas moderados, apostólicos ultras..., por referirnos sólo a las primeras etapas. Se comprenderá que en estas condiciones la etiqueta “política moderna” resulte bastante más problemática.
Ya no estaríamos, en efecto, ante un proceso lineal, monolítico e ineluctable de modernización articulado en una clave única, y que en consecuencia pudiera ser captado mediante un rígido esquema bipolar del tipo liberalismo vs. absolutismo, o tradición vs. modernidad, sino ante diversas mediaciones sociales, jurídicas, políticas e intelectuales complejamente solapadas y entretejidas. En este sentido, el tránsito del antiguo al nuevo régimen no implicaría mutaciones igualmente drásticas y simultáneas en todos los sectores, sino que consistiría más bien en una serie de cambios que se van escalonando en distintos ámbitos –jurídico-político, económico-administrativo, cultural-ideológico– y a diferentes niveles –local, provincial, regional, nacional– según una multiplicidad de experiencias y temporalidades irreductibles a un único ritmo (si bien a efectos académicos no es descabellado contemplar globalmente el proceso como una profunda transformación de conjunto).
Esta nueva visión impura y asincrónica de las cosas permite comprender mejor, por ejemplo, que en la segunda restauración fernandina tuviera lugar, de la mano del grupo de burócratas liderado por López Ballesteros, una importante reforma modernizadora del Estado en el plano administrativo y fiscal sin apenas modernización política (16). Y es que modernidad y liberalismo no tienen por qué entenderse necesariamente como sinónimos.
En cualquier caso, está fuera de dudas que la política moderna trajo consigo cambios sustanciales en la manera de enfocar el mundo, la vida política y sus organizaciones (por mucho que determinadas inercias culturales e institucionales perduraran todavía durante largo tiempo). Paralelamente, la sustitución de unos actores políticos por otros, y las transferencias de hegemonía entre ellos, llevaron aparejados cambios de gran importancia. Sin embargo, todo parece indicar que algunos viejos actores sociales relegados en el nuevo reparto de papeles no desaparecieron del todo, y se las arreglaron para permanecer en escena, a menudo cambiando de personajes y asumiendo nuevos roles, no siempre secundarios.

Complejidad y generalización

Una parte considerable de los malentendidos de la historia política referente a los siglos XVIII y XIX tienen que ver con ciertas simplificaciones excesivas que se transmiten cotidianamente a través de los medios y del sistema educativo (17). La historia del liberalismo, la democracia y la ciudadanía en Europa y América son fenómenos complejos, que no se dejan atrapar en fórmulas demasiado simples, del tipo “la Revolución francesa y el resto de las revoluciones liberales convirtieron a los súbditos en ciudadanos”. Afirmaciones así de categóricas tienen la ventaja de transmitir una idea sencilla y didáctica, lo que las convierte en un género de enunciados muy apto para la enseñanza. Sin embargo, resultan muy poco exactas en términos histórico-conceptuales. En realidad, en cierto sentido había ya ciudadanos en el antiguo régimen y continuó habiendo súbditos después de la revolución (18). Algo semejante sucede cuando leemos, por ejemplo, que la política antes de la revolución era esencialmente local, y que con el liberalismo se pasó a una nueva política a escala nacional. Aunque en líneas generales esa afirmación puede darse por buena, gracias a un puñado de especialistas en la cuestión sabemos que todavía en el ochocientos la política continuó siendo para la mayoría de las personas concernidas una actividad vivida en gran medida en el ámbito más próximo, y que la mismísima política nacional frecuentemente para ellos sólo cobraba sentido a través de las instancias locales.
Por lo demás, el encabalgamiento de identidades “nuevas” y “viejas” –por ejemplo, el juego entre súbdito y ciudadano; entre individuo abstracto, sujeto de derechos, y miembro de una corporación o padre de familia; o, desde otro punto de vista, entre la política nacional y la provincial o municipal– no tiene nada de extraño, habida cuenta de la importancia decisiva de los contextos en que se producen determinadas prácticas y de la propia ambigüedad de esos “conceptos vividos” que sirven de base a unas identidades en permanente recreación y remodelación.
De manera que, siendo esencialmente cierto que en las sociedades modernas cada vez va habiendo “más individuo, más política, más ciudadanía y menos confesionalismo en el espacio público”, es necesario apurar las precauciones intelectuales para que esta clase de afirmaciones categóricas no terminen por convertirse en una caricatura. Para evitarlo es conveniente tener siempre muy presente la complejidad de los procesos históricos. La política moderna señala ciertamente la transición entre dos mundos, pero se trata de un tránsito matizado, que da paso a nuevas situaciones más o menos fluidas que suelen llevar la marca de los orígenes, y rara vez logran eliminar por completo las señales culturales de los estados de cosas que las precedieron. François-Xavier Guerra solía utilizar el adjetivo “híbrido” para referirse a este tipo de situaciones históricas (19), pero esta metáfora biológica no termina de satisfacernos, puesto que cabe entender que estaríamos hablando de productos políticos o sociales engendrados por dos “progenitores” de distinta especie o naturaleza –“lo antiguo” y “lo moderno”, en bloque–, cuando lo que quisiéramos enfatizar es precisamente que no hay exactamente dos modelos puros que se cruzan o se combinan, sino una sucesión de ajustes, deslizamientos, infiltraciones y compromisos, de arreglos provisionales y contingentes, entre diferentes prácticas, instituciones, conceptos y representaciones.
En cuanto a los sintagmas sociedad tradicional, modernidad, antiguo régimen, Ilustración o liberalismo, conviene manejarlos asimismo con ciertas precauciones. Probablemente nunca podamos prescindir en historia y en ciencias sociales de este tipo de generalizaciones, que nos permiten subsumir un conjunto muy amplio de fenómenos bajo una sola denominación (aun cuando, como sugirió Max Weber, la enorme variedad de casos englobados por esta clase de conceptos demasiado genéricos nos aleja al propio tiempo de la riqueza de las realidades concretas abarcadas). Sin embargo, en la medida en que se trata a la vez de instrumentos analíticos de los estudiosos actuales y de nociones ya utilizadas en la época estudiada, debemos ser extremadamente cautelosos para no atribuir a los agentes del pasado propósitos o visiones del mundo completamente ajenas a ellos. Por eso, sin dejar de reconocer, con Gadamer y con Ricœur, un papel fundamental a ese ejercicio de “anacronismo controlado” que está en la base de toda operación historiográfica –la distancia temporal con el objeto de estudio puede resultar en sí misma heurísticamente productiva, en la medida en que puede ser generadora de sentido–, es preciso distinguir entre nuestros conceptos analíticos como historiadores y los significados anteriores de esos mismos términos que muchas veces se presentan amalgamados con los nuestros. El uso de las voces Ilustración o liberalismo, por ejemplo, en gran parte de la historiografía de estas últimas décadas, en la medida en que se trata todavía de conceptos vivos y el historiador se ve a sí mismo en una situación de filiación con respecto a los valores que vehiculan, es fuente de no pocos equívocos, anacronismos y malentendidos que perjudican una visión propiamente histórica de los siglos XVIII y XIX (20).
En estas condiciones parece imprescindible preguntarnos seriamente si tales categorías siguen siendo los mejores instrumentos intelectuales para captar en términos históricos ese pasado que tratamos de aprehender, y, en caso de que nuestra respuesta sea negativa, esforzarnos en buscar un sistema de conceptualización histórica sustitutivo que se solape menos con la terminología de los agentes involucrados en la acción.
En todo caso, sin renunciar completamente al uso de los tipos ideales, hemos de ser conscientes de que la complejidad de las experiencias concretas de las gentes del pasado se deja encerrar difícilmente en esas grandes simplificaciones. Y, en este sentido, hay que reconocer que el primer liberalismo español es un excelente laboratorio y un auténtico desafío para la nueva historiografía política e intelectual. Una historiografía que al abordar un concepto tan complejo –liberalismo– y una fecha tan cargada de simbolismo –1808– se ve obligada a bregar con una etapa crucial en la que el historiador, como se ha podido comprobar a lo largo de este número de la revista, no tiene más remedio que reflexionar y tomar posición frente a algunos espinosos problemas relacionados con la continuidad, la ruptura y la transición entre sistemas.


Palabras clave: política moderna, transición, conceptos políticos, identidades políticas, historia conceptual, lenguaje político.

Resumen: El autor presenta algunas reflexiones relativas al tema del dossier –el advenimiento de la política moderna en España– desde la perspectiva de la historia cultural e intelectual (y especialmente del lenguaje). Tras someter a crítica algunas dicotomías muy corrientes en la historiografía relativa a las revoluciones, como por ejemplo continuidad vs. ruptura, permanencias vs. innovaciones, o tradición vs. modernidad, sugiere la conveniencia de recurrir a algunos instrumentos teóricos que ofrece la historia conceptual para superar tales aporías, y plantear así una visión más rica y matizada de la transición entre conceptos, discursos, identidades y actores históricos en la centuria que se extiende entre mediados del siglo XVIII y mediados del XIX. El texto insiste particularmente en la asincronía y la multiplicidad de temporalidades relativas a los distintos sectores y niveles del cambio histórico, así como en la necesidad de evitar a toda costa esa forma de anacronismo consistente en la retroproyección de categorías políticas y sociales propias del siglo XX a épocas anteriores, atribuyendo a los sujetos del pasado una serie de conceptos, propósitos o visiones del mundo que les eran completamente ajenos.

Citas
1. En un trabajo reciente hemos recogido algunas muestras de estos testimonios periodísticos y literarios, tanto de euforia como de decepción: “Revolucionarios y liberales. Conceptos e identidades políticas en el mundo atlántico”, ponencia presentada en el seminario internacional Las revoluciones en el mundo atlántico: una perspectiva comparada, Centro de Estudios en Historia-Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 27-29 de octubre 2004, en prensa.
2. José María Portillo Valdés, Revolución de nación. Orígenes de la cultura constitucional en España, 1780-1812, Madrid, CEPC, 2000. Jesús A. Martínez Martín, ed., Orígenes culturales de la sociedad liberal (España siglo XIX), Madrid, Biblioteca Nueva, 2003.
3. De hecho esa será precisamente una de las acusaciones más repetidas contra los liberales por parte de algunos de los publicistas más influyentes del tradicionalismo español, especialmente en los círculos clericales, de Lorenzo Thiulen a Francisco Alvarado, y de Magín Ferrer a Sardá y Salvany.
4. Keith M. Baker, Inventing the French Revolution. Essays on French Culture in The Eighteenth Century, Cambridge, Cambridge University Press, 1990, p. 28.
5. El rescate de la vetusta palabra Cortes para designar a una asamblea representativa de nuevo tipo, dotada de atribuciones –y de composición– radicalmente nuevas, es muy revelador de esta apuesta decidida por remodelar el edificio político conservando exteriormente la vieja fachada léxica.
6. Joaquín Lorenzo Villanueva, Las angélicas fuentes o El tomista en las Cortes [Cádiz, 1811], Madrid, Imp. de Álvarez, 1849, p. 71.
7. No parece casual que estos intentos pioneros de enlazar con la tradición historiográfica liberal rota por la guerra civil, de la mano de las primeras obras de Artola y Díez del Corral en los años cincuenta, viniese acompañada de un proceso de hipóstasis del liberalismo (sobre esta cuestión puede verse mi texto “Actores políticos e identidades narrativas en la España del siglo XIX. Reflexiones desde la historia conceptual”, ponencia presentada en el Coloquio de historia cultural El impacto de la cultura de lo escrito, Universidad Iberoamericana-CONACYT, México, 11-12 de octubre 2004, en prensa).
8. Antonio Annino se refería en un texto reciente (“El voto y el XIX desconocido”: http://www.foroiberoideas.com) a este segundo aspecto del problema, cuando afirmaba que durante largo tiempo “el siglo XIX fue considerado un apéndice retrospectivo del siglo XX”, y sugería que muy pocas o ninguna institución, práctica o categoría política decimonónica –representación, opinión pública, elecciones, sufragio, partidos, etc.– debieran equipararse sin más con las actuales. En efecto, si aplicamos la piedra de toque del individualismo, el sufragio universal sin distinción de sexos, las elecciones competitivas, el voto secreto, y otros requisitos propios de las actuales democracias occidentales al mundo corporativo y a las sociedades deferentes decimonónicas, con su cortejo de relaciones clientelares, su universo familiarista, la dimensión esencialmente local de la política y los procesos electorales comunitaristas y escasamente competitivos, estas últimas prácticas aparecerán necesariamente como un dechado de corrupción, gregarismo, machismo, localismo y antimodernidad. “La historiografía ‘tradicional’ practicó por mucho tiempo una ‘historia liberal del liberalismo’”, sigue diciendo Annino, “estudiando el proceso histórico decimonónico con las categorías liberales. Algo como hacer historia medieval con categorías medievales”. El problema, además, es que tales categorías “liberales” ni siquiera se correspondían con los auténticos patrones del liberalismo de la época, sino que se le aplicaban las pautas de comprensión de un liberalismo democrático correspondiente a un momento posterior.
9. Probablemente sería necesario afinar y redefinir nuestros instrumentos de análisis para acercarnos a las realidades sociales, culturales y políticas de ese pasado no tan lejano en el tiempo de manera más fidedigna y comprensiva, esto es más adaptada a la visión de las cosas de quienes vivieron en esos mundos, que hoy aparecen fatalmente ante nuestros ojos como paisajes insólitos y extraños. Y en este punto conviene recordar que el lenguaje de una época, su léxico y su semántica, nos dice mucho sobre el modo en que los hablantes pensaron las cosas en un momento determinado.
10. Véanse, por ejemplo, las juiciosas advertencias de Jean-Pierre Dedieu en su artículo sobre la necesidad de examinar de cerca el sentido de conceptos tales como patria, familia, amistad, ley o mérito en los siglos que preceden a la revolución.
11. Habría que evitar sin embargo incurrir en la fantasía de que la historia de los conceptos es capaz de restituir el verdadero y exacto significado de tal o cual noción para los hombres del pasado. El “verdadero significado” no existe, y es un error pensar el mundo de los lenguajes y de los conceptos como un universo ordenado de sentidos perfectamente coherentes que pueden ser exhumados y “reconstruidos” con absoluta precisión y nitidez. Sobre esta cuestión puede verse nuestro artículo “Textos, conceptos y discursos políticos en perspectiva histórica”, Ayer, 53 (2004), pp. 143-148.
12. Entre las principales aportaciones teóricas de Reinhart Koselleck –que conviene enriquecer con los trabajos metodológicos provenientes de la llamada escuela de Cambridge– destacamos algunas de sus obras vertidas al español, como son Futuro pasado: para una semántica de los tiempos históricos, Historia y hermenéutica, Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia (las tres publicadas sucesivamente en Barcelona por la editorial Paidós, en 1993, 1997 y 2001, respectivamente), e Historia/historia (Madrid, Trotta, 2004). Para una aproximación sumaria a la historia de los conceptos, además de las páginas introductorias de varios de los volúmenes citados, pueden verse dos breves artículos de Joaquín Abellán y Lucian Hölscher (“’Historia de los conceptos’ (Begriffsgeschichte) e historia social. A propósito del diccionario Geschichtliche Grundbegriffe”, en S. Castillo, coord., La Historia social en España. Actualidad y perspectivas, Madrid, Siglo XXI, 1991, pp. 47-64, del primero; y “Los fundamentos teóricos de la historia de los conceptos (Begriffsgeschichte)”, en La ‘nueva’ historia cultural: influencia del postestructuralismo y auge de la interdisciplinariedad, Madrid, Editorial Complutense, 1996, pp. 69-82, del segundo autor citado), así como el artículo del propio Reinhart Koselleck “Historia de los conceptos y conceptos de historia”, Ayer, 53 (2004), pp. 27-45. Véase también nuestro trabajo "Historia de los conceptos. Nuevas perspectivas para el estudio de los lenguajes políticos europeos", Ayer, 48 (2002), pp. 331-364, así como la Introducción al Diccionario político y social del siglo XIX español, Madrid, Alianza Editorial, 2002, Javier Fernández Sebastián y Juan Francisco Fuentes, dirs., pp. 23-60.
13. Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, México, F.C.E., 1985, I, pp. 10-11.
14. Skinner ha desarrollado algunas reflexiones de gran interés sobre la figura del “innovating ideologist” y la “rhetorical redescription” como recurso para el cambio político y conceptual: “Some Problems in the Analysis of Political Thought and Action”, en Visions of Politics. 1. Regarding Method, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, pp. 145-157. Del mismo autor, Reason and Rhetoric in the Philosophy of Hobbes, Cambridge, Cambridge University Press, 1996, cap. 4.
15. Máxime en un país como España, donde el movimiento ilustrado tiene un carácter menos radical que en Francia, y por tanto los factores de continuidad entre las etapas pre y postrevolucionaria son bastante más fuertes que en nuestro vecino transpirenaico. En efecto, pese a la ruptura de un sector de los intelectuales con las altas instancias del poder en la última década del Setecientos, el ilustrado español –normalmente integrado en las redes de sociabilidad impulsadas y lideradas por los ministros reformadores (academias, tertulias, sociedades económicas)– plantea su posición en la sociedad de un modo muy distinto al del philosophe, cuyo proverbial alejamiento de las tareas de gobierno provocó, según Tocqueville, esa coloración abstracta, rupturista y utópica que caracteriza a una gran parte de la producción intelectual de los enciclopedistas, y que el analista francés acertó a sintetizar en fórmulas como société imaginaire o politique littéraire.
16. Jean-Philippe Luis, L’utopie réactionnaire: Épuration et modernisation de l’État dans l’Espagne de la fin de l’Ancien Régime (1823-1834), Madrid, Casa de Velázquez, 2002.
17. Forma parte de estos esquematismos pedagógico-mediáticos un formidable equívoco consistente en suponer, contra toda evidencia, que la actual parcelación de los saberes y esferas de actividad en Occidente es poco menos que un dato fijo, ahistórico. Ahora bien, habría que insistir un poco más en que política, economía, derecho, moral, religión, ciencia, filosofía o literatura son realidades históricas que no siempre han existido tal cual hoy las conocemos. No sólo han experimentado grandes variaciones a lo largo del tiempo, sino que sus contenidos se presentan históricamente parcelados, confundidos y/o jerarquizados de diversas maneras y según diferentes criterios.
18. Javier Fernández Sebastián, “Des sujets aux citoyens ? Pour une sémantique historique de quelques mots espagnols d’appartenance politique”, en Sujet & citoyen, Aix-en-Provence, Presses Universitaires d’Aix-Marseille, 2004, pp. 297-332.
19. François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, México, Mapfre-FCE, 2000, 3ª ed., passim.
20. Javier Fernández Sebastián, “El liberalismo como movimiento y como concepto político en la España del siglo XIX. Reflexiones sobre su inserción en el contexto europeo” Congreso Internacional "Sagasta y el liberalismo europeo", Logroño, 2-4 de septiembre de 2004, en prensa.

El historiador como observador del pasado