Por Alejandra López Camacho
Había una vez un cuento que no quería contarse, una historia sin historia, un cuento sin narración. Cada mañana, el autor del cuento se levantaba con la intención de escribir, pronto advertía la insensatez. ¿Dónde coincide la chispa y la imaginación de los cuentos por contar? ¡Ah!, si supiera... ¿Pero qué estoy diciendo? si los cuentos y la ocurrencia están en todas partes -dijo el autor -sólo es cuestión de sentarse frente a la máquina y escribir.
Y tras de este pensamiento se escuchó un: ¡Efectivamente!
Aquella voz congeló al autor. Volteó, buscó por todas partes, no encontró nada. Sólo el summm, summm de las cortinas que ondeaban al compás del viento. El autor creyó por un momento imaginar la voz. Fue al baño, se echó agua en el rostro para mitigar el sueño y regresó a su escritorio. Retomo sus hojas y ya con lápiz en mano volvió a escuchar un ruido, era el crujir de unas hojas de papel.
-¡Te dije efectivamente! Y, lo único que hiciste fue llenarte de pánico. ¿Acaso no me ves? –dijo la voz.
-¡Maldición! ¡Otra vez! ¡No fue mi imaginación! ¿Quién eres tú? –exclamó el autor. -Soy tu inspiración. Baja la vista. Mírame. Aquí estoy –dijo la voz.
Pero al autor le aterraba la idea de encontrar algo ahí abajo, bajó la mirada y cuando sus ojos descubrieron la cosa que hablaba, enmudeció. Aquello era una figura siniestra. Un cuerpo formado por dos hojas de papel y unidas por una liga. Los brazos los componían dos bolígrafos. Sus dedos, una serie de sacapuntas y sus piernas dos hojas arrugadas de donde salían dos gomas desgastadas que parecían sus pies. Lo singular era su cabeza, una gran bola lápices de colores con puntas afiladas de cuya boca salían dos navajas y una serie de alfileres que la hacían de dientes. Lo tenebroso eran sus ojos, dos grandes canicas brillantes de color negro que reflejaban personas dormidas, parecían muertas.
-¿De dónde saliste? –preguntó el autor.
-Soy tu inspiración. Tu cuento, tu narración, tu principio o tu fin. ¿Ya me olvidaste? –dijo aquella cosa- Puedo ser burdo, hermoso, irónico o terrible. Todo depende de ti.
-¡Cállate! ¡Tú no existes! –gritó el autor. Y al unísono de esta exclamación aventó la figura al suelo con su brazo derecho. Sintió un descanso al ver como se estrellaba en el piso y se desbarataba. Cansado, el autor recargó su cabeza en el escritorio y enseguida se desmayó. Su inspiración lo había golpeado con una pesada engrapadora. Sonreía maliciosamente, disfrutaba su acción. Pronto corrió y desapareció entre los cajones. Cayó la noche y llegó el amanecer. Al despertar el autor sintió un fuerte dolor de cabeza, se llevó la mano a la nuca y apreció una hinchazón. En su mano había rastros de sangre. Intentó recordar lo que había pasado. Concluyó que todo era obra de su borrachera, un mal sueño. Así pasó el día y al llegar la noche, cuando se disponía a trabajar después de saborear varias copas de vino, no pudo escribir. No era raro, no había ideas. Su bolígrafo entonces comenzó a temblar, el autor lo miró extrañado y observó como brincaba hacia unas hojas. Era el brazo de la cosa que calculó soñar.
-¡No puede ser! –grito el autor horrorizado -¡Tú otra vez!
-Te dije que era tu inspiración y en cada cosa que quieras escribir, ahí estaré –dijo la figura con un caminar muy singular. Sus cortas piernas de papel arrugado parecían desmoronarse al compás de los lápices que formaban su cabeza y semejaban víboras a punto de desprenderse.
-¿Qué quieres? –preguntó el autor.
-Que termines tu cuento.
-¿Y cómo quieres que termine mi cuento si no he comenzado?
-Que estúpido eres –dijo la inspiración –hace tiempo que empezaste y es momento de acabar. Mírame, soy uno de tantos borradores, soy tus personajes, tus recuerdos, tus fantasías. ¿Cuántos años llevas tratando de encontrar la idea genial?, ¿cuánto tiempo has olvidado?
-Muy bien –dijo el autor -dime en tal caso, ¿qué escribo cosa extraña?
-Primero –dijo la inspiración con sus grandes ojos de canica -¡No me digas cosa extraña!
Pero el autor no soportaba la voz de la inspiración. Era chillona como el zumbido de un silbato. –Podrías escribir tus palabras –dijo el autor temerosamente.
-¡Guaag! –exclamó la inspiración enfurecida -Tu sabes perfectamente que yo soy tú y tu eres yo y no querer escucharme es renunciar a ti mismo. ¿Sabes porque no puedes escribir tu cuento? Porque tu y yo sabemos que un cuento debe ser para los demás.
-Muy bien -dijo el autor -¿qué te trae por aquí?
-¿Qué, qué me trae por aquí? Yo me aparezco a la hora justa –dijo la inspiración -¿No me reconoces?
-¡Lárgate! ¡Déjame solo de una vez! ¡No quiero verte! –grito el autor –Tu eres parte de mi locura, de la estupidez.
El autor entonces se armó de valor, corrió hacia la puerta y antes de salir le aventó unos libros a la cosa extraña. Cerró la puerta y apretó la manija. Sin embargo, pronto advirtió que la figura extraña le acompañaba. La inspiración entonces lo devolvió a picotazos con su cabeza. Pero las puntas afiladas de los lápices le rompieron el pantalón y le hirieron la pierna. Resignado y con lágrimas en los ojos se dejó caer sobre su sillón. Estaba desesperado. No alcanzaba a comprender porque la figura no se iba. Cuando la inspiración lo vio llorar trató de consolarlo, le sirvió una copa de vino tinto y brindó con él. Pero el autor desconfiaba de la inspiración, titubeaba ante su actitud. Rendido finalmente observó las canicas de la figura y empezó a escribir. Había una vez... un fin, escribió el autor
-Ya perdiste demasiado tiempo- dijo la inspiración -ya no hay cuento. Mira bien, no hay cortinas, tampoco puertas, ni vino, ni copas, ni tú, ni yo. Tu tiempo se acabó. Bienvenido a tu principio. ¡Voilà!
FIN