viernes, 14 de agosto de 2009

El Partido Conservador

F. V. Sánchez (Editor responsable), “El partido conservador”, La Sociedad, Sección Editorial, T. 1, Número 109, México, Lunes 19 de abril de 1858.

“Se ha hablado mucho estos días en los círculos políticos, acerca del estado que guarda actualmente el partido conservador en cuanto a la conformidad o disconformidad de sus opiniones relativas a determinadas particularidades en el personal y en la marcha del gobierno. Hace dicho que están nuestros conservadores divididos en tres diversas fracciones: Santanistas, Zuloagistas, y otra más cuya denominación, como todas es inútil e inconducente. Se ha agregado que la una fracción quiere el exclusivismo y la práctica pura de los principios de orden, pero desnudos de todo elemento aristocrático; que la otra es igualmente exclusivista en cuanto a principios y en cuanto a personas, propendiendo con fuerza a la aristocracia y desconociendo inflexiblemente las transacciones, sea cual fuere el género de éstas y su entidad; que la tercera es de medios colores, de medias tintas en política como las del partido moderado; que se inclina a la transacción de principios y a la fusión de partidos de todas sectas.- Hasta aquí lo que se dice en los círculos políticos, y más especialmente en los formados por el liberalismo exaltado.- “Divide y reinaras”, Maquiavelo se ha inmortalizado en el mundo político: su doctrina van aprendiéndola nuestros demócratas ricos de esperanzas y desnudos de aprensiones.
Los principios conservadores constituyen una doctrina homogénea y compacta, bien diversa por cierto de la liberal, en la que nada hay fijo ni subsistente. La escuela conservadora acepta o adopta todo lo que reconoce a la verdad que es su eterna base; desconoce y rechaza todo lo que se funda en la falsedad. Nosotros hemos explanado ya esta idea en artículos anteriores, y no hay necesidad por ahora de repetirnos. Así, pues, en cuanto a los principios, no hay divergencia en los conservadores de buena fe, ya se llamen Zuloagistas, ora Santanistas, ora tengan otra denominación cualquiera. Pero suponiendo que existiera la división, no en cuanto a los principios, sino en cuanto a las personas que deben gobernar, tenemos el convencimiento de que los individuos que pudieran personificar esas supuestas fracciones del partido conservador, tendrían, no lo dudamos, la suficiente abnegación y el necesario patriotismo para aceptar como jefe supremo de la República al hombre más caracterizado y de mayor aptitud en los negocios públicos.
Entiéndalo así el partido liberal. La cuestión de gobierno entre los conservadores, no es de personas sino de principios: pero si a veces la cuestión de personas está de por medio, no es jamás para sacrificarla a los principios, sino para dar a estos mayor duración y más grande consistencia.
Por lo demás, nunca, tal vez, ha estado como hoy tan unido el partido conservador. Acaso sea porque jamás ha tenido tanta necesidad de unirse como en las presentes circunstancias. El actual supremo gobierno ha visto desde su instalación, a su alrededor, los elementos conservadores apoyándole y protegiéndole. En la capital, y en los departamentos y en todas partes de la República donde ha habido libertad para expresarse desde el triunfo del día 21 de enero, el sentimiento público, el sentimiento de todas las clases, desde las más suntuosamente acomodadas hasta las más indigentes, han tributado alabanzas, y hasta ovaciones, a las personas del gobierno actual, por el hecho de haberse puesto al frente de la reacción conservadora para sostener los principios del orden; para gobernar a la República por esos mismos principios.
Hay un hecho consignado en las páginas de la historia de México y en la historia de casi todos los pueblos modernos; y es que los hombres que se levantan al poder, no pueden sostenerse en el fácilmente, sino obedeciendo a los principios constitutivos del orden social para todas las operaciones políticas y administrativas. El personal del gobierno supremo que rige actualmente los destinos de la República, ha merecido la aceptación general por los principios que representa, que son los principios conservadores, los principios que profesan todas las personas sanas y desinteresadas, los principios que buscan la verdadera grandeza y la salvación, ante todo, de la República. Las personas importan poco en toda cuestión de principios. Para que estos sean representados firme y dignamente, es verdad que se han buscado siempre y deben buscarse aptitudes más o menos bien reconocidas y sancionadas por la opinión pública. Por los demás, desde que un gobierno conservador propiamente dicho, ya sea en México, ya en Francia, o en España o en otra nación cualquiera donde el sentimiento del orden esté bien manifestado; desde el momento, decimos, en que un gobierno conservador propiamente dicho, se aparta de los principios que le acreditan y le sostienen, la nación entera, la nación honrada le retira su voto, su protección en cuanto cabe en las relaciones y deberes del súbdito para con el mandatario. Ese gobierno cae, en ese caso, vencido por su propio desprestigio y por su propia impotencia; y la guerra suele ser entonces el inmediato resultado en estos tiempos calamitosos de sublevación y de irreverencia.
Pero desengáñese el partido liberal: sus intrigas serán ociosas, sus esperanzas serán burladas en cuantas diligencias haga y en cuantos medios ponga en juego para dividirnos y convertir la política de hoy hacia un rumbo extraviado, del que huyen todos los hombres conocedores y de penetración. Sabe ya ese partido que el supremo gobierno actual no transigirá nunca con otros principios diversos de los que hoy sostiene con verdadera fe y con verdadera constancia. El supremo gobierno ha sido indulgente: estos es todo. De esta indulgencia ha hecho, probablemente, el partido liberal deducciones muy equivocadas. Muchos enemigos de los principios conservadores han aventurado la opinión de que esa indulgencia no asegurará la permanencia del gobierno: quisieran que el gobierno entrase en el terreno de las persecuciones y del rigor, con lo cual los falsos héroes de la libertad pudieran desempeñar con algún motivo el papel de mártires para alegar más tarde méritos y servicios.- La indulgencia que se tiene hoy entre nosotros con el liberalismo exaltado, tiene sus límites, y nunca serán traspasados sino cuando la gente enemiga de todo orden lleve su audacia a un extremo peligroso para la nación y para la paz general. No será, pues, la indulgencia conveniente, lo que haga al gobierno descender del poder mientras esa indulgencia no degenere, en las personas que le constituyen. Pero en la hipótesis supuesta de que el gobierno actual cediera el puesto a otras personas, no a otros principios, porque esto es imposible, los nuevos hombres que subieran al gobierno de la República, ni podrían tocar los extremos del despotismo, ni podrían entrar en transacciones políticas, en funciones que son impracticables y que son y están abiertamente rechazadas por el partido conservador.
Pensar hoy el partido liberal en un cambio de personas en el gobierno conservador y fundar sus esperanzas en ese cambio, es un delirio excusable por su desesperación y su tremenda derrota. Soñar con la idea de que nuevas personas traerían una fusión como punto de partida para la realización de sus locas esperanzas, es no reconocer los principios conservadores ni el espíritu de los principios liberales; es no conocer lo que vale y lo que puede el gran partido que defiende y sostiene aquellos principios. No hay un solo caudillo mexicano, dentro y fuera de la República, con afecciones que le liguen al partido conservador que no esté íntimamente penetrado de la absoluta imposibilidad que hay en México de amalgamar los diversos y contradictorios elementos políticos que dividen de algún modo a la nación.
Todas las clases de la República que tienen que perder y todas las clases pobres que desean vivir honradamente con su trabajo, quieren un gobierno que les preste garantías y que tenga respetabilidad. Esta respetabilidad no la han tenido ni la tendrán jamás los hombres de la revolución de Ayutla, ni aun acudiendo como han acudido al más cruel vigor, al más bárbaro despotismo: tampoco la tendrán sus principios disolventes, porque ellos son de tal naturaleza que los rechaza el sentimiento unánime de los pueblos. Por otra parte, y sin perder de vista lo que acabamos de indicar, no cabe la fusión de elementos tan contradictorios y divergentes como son el partido liberal exaltado y el partido conservador del orden de los Estados. Comonfort recurrió a esa medida desesperada, y cayó inmediatamente desplomado sufriendo el desprecio de los suyos y de los extraños. El ejemplo no puede ser más terrible ni reciente. Quien teniéndole a la vista insistiera todavía en la fusión de partidos, merecería sin duda la calificación de insensato.
Más de una vez lo hemos dicho: el partido conservador respeta a los hombres de todas las opiniones que tengan talento, ciencia, aptitud e integridad; que no estén afiliados en las oposiciones sistematizadas, en las banderías que se consagran por oficio a los motines y a las revoluciones para medrar a su sombra ; que no miren hacia otro fin que el de la paz y de la felicidad de la República. Esos hombres tiene un derecho a ocupar un puesto en los empleos nacionales, según la capacidad e índole de cada uno: pero el partido conservador no puede, ni debe, ni quiere conceder la influencia administrativa a la democracia, porque tiene el convencimiento íntimo y práctico de que esa influencia traería, más o menos temprano, más o menos tarde, la disolución y la muerte de la República.

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